Las películas mediocres pretenden evitar la evidencia de su fracaso cuando abanderan una historia que acoge alguna temática social, cultural o moral.
El Dios de Madera no evita su condescendencia con este tipo de propuesta, con la intención de ofrecer una mirada seria sobre la inmigración en España, cuando en realidad cae en todos los tópicos fáciles sobre la vida del inmigrante ilegal, aderezada con postales gratuitas del paisaje valenciano.
Pero, no por tratarse de un tema que quizás bajo otras circunstancias podría ser de importancia capital en nuestro cine debe dejarse de gritar su absoluto fracaso. El que una producción rellene un cierto vacío histórico sobre la situación de la inmigración del país no la convierte en una buena cinta.
Se trata del clásico filme aleccionador que pretende educar al espectador desde fuera, que pretende hablar de un tema de actualidad a través de la complicidad (y la ignorancia) del espectador, pero que nunca profundiza realmente en lo que cuenta.
En ese sentido, la intencionada fábula de Vicente Molina Foix no está tan lejos de la filosofía del charlatán que sólo dice lo que uno quiere escuchar y que a través de dicha impostura se congracia con todos sus oyentes.
Estamos pues ante las historias cruzadas de cuatro personajes, de escritura rocambolesca y forzada, para poder unir relatos y temáticas diferentes con mucho tacto y corrección política, pero sin profundidad alguna.
La presencia de Marisa Paredes en un papel muy goloso no es capaz de sostener, por sí misma, la impostura de un relato que no sólo es ridículo, sino también risible en la mayor parte del metraje.
Risible también su puesta en escena: los actores inmóviles, estáticos, la cámara colocada en un lugar cualquiera, el plano forzado, linealidad y nadería narrativa, sus convenciones lamentables y otros bienintencionados fracasos vienen a señalar la poca validez de la propuesta.
Una trasnochada mirada social que nace con la intención de establecer una fácil comunión con el espectador más adocenado, en la que todos sus defectos acaban absorbiendo con una velocidad voraz su loable idea de partida.