Cuenta la leyenda que el recorte de metraje en Cinema Paradiso permitió el éxito de la cinta y a la postra la convirtió en la mejor película de Giuseppe Tornatore.
Ese ha sido siempre la gran falla de Tornatore: el montaje. Sus películas siempre se exceden en desarrollo explicativo, en secuencias innecesarias, y en la ausencia de un ritmo coherente que se tome la pausa necesaria para relatar ciertos acontecimientos de sus tramas, y la inteligencia para obviar otros momentos.
Su nueva Baarìa no escapa a ese mal endémico de su cine, el que genera películas atropelladas, accidentadas. Hay también en ellas, tanto como en ésta, un afán de pretensiones que ahogan la identidad de la película en la búsqueda de lograr una cima artística que haga historia en el mundo cinematográfico.
En ésta, la intención de relatar prácticamente el nacimiento de una nación a partir de la Italia de Mussolini y evolucionar desde ella a través de los ojos de un joven y apuesto protagonista (también la nota predominante y fácil en las historias de Tornatore) queda ahogada por su envoltorio: una ambientación grandilocuente que pretende asombrar y maravillar en cada plano y que diluye entre sus decorados la historia que quiere contar.
Una historia que acaba ocupándose de contar anécdotas una tras otra, cada una menos importante que la anterior. El interés que despierta la cinta es cada vez menor, a la vez que cuando va cobrando cierta importancia su rigor histórico y documental, el clásico estilo burlesco italiano echa por tierra toda oportunidad de representación fidedigna.
Como en la pintura del techo de la iglesia, cuyos modelos para los apóstoles son los propios sinvergüenzas del pueblo, Tornatore parece decir que la perfección en la representación histórica es del todo imposible.
Desde luego sobra alabar al soberbio equipo técnico que acompaña al director en cada nueva aventura cinematográfica. Enrico Lucidi en la fotografía convierte cada secuencia en una genialidad de luminosa precisión, mientras que hablar del maestro Morricone en la música, aún cuando se trate de una partitura menor, es hablar del ideal compositivo.
Lo que queda, pues, es una caótica exhibición de talentos artísticos, de pinceladas históricas que se desdibujan en un argumento biográfico de escaso interés.
Se hablaba de Baarìa de la mejor película italiana de la historia. Sin duda el filme está muy lejos de eso. No cabe la menor duda de que la obra maestra de Tornatore es y será siempre su Cinema Paradiso, e incluso ahí cabe abrir un necesario debate sobre si esa pudiera llegar a ser considerada la obra italiana definitiva.