Lo más parecido a La Liga de la Justicia de Zack Snyder no es otra película, sino una sinfonía de Bruckner. Una que necesita una hora para presentar a sus personajes y que invierte veinte minutos en plantear un epílogo. Por derecho propio, la película se ha convertido en el gran epítome del cine de su tiempo: la incapacidad para hacer síntesis, la creencia de que la duración es el síntoma de la gran obra, o una prioridad obsesiva por desarrollar personajes y justificar todos sus actos. Ya no estamos en los tiempos en que Ethan Edwards podía sugerir toda una historia con un solo gesto en la remota Centauros del desierto (John Ford, 1956). Sugerir ya no es un valor, hoy la explicación verbal es casi una exigencia.
Habría que pensar en cómo, cuatro años después de su gestación, la situación del presente ha ayudado a concebir el resurgir de una obra como esta que, de no ser por las plataformas digitales como canal de distribución alternativo, hubiese tenido casi imposible su estreno en salas. Una posibilidad que hace solo cuatro años aún era utópica. Y esa precisamente es la génesis de su existencia: el miedo de los productores de Warner al estreno en cines de una película de cuatro horas que hacía inviable la recuperación económica de la inversión en el proyecto. Es importante entender a ambos, inversor y creador, para llegar hasta el fondo del asunto. Ojalá las películas se pudiesen financiar por la nobleza de sus intenciones.
Es fascinante que existan dos metrajes del mismo proyecto para entender cómo funciona la maquinaria imparable de Hollywood, pero ni remotamente por razones autorales. Lo más importante para no caer en debates insustanciales es entender que no existen aquí dos “visiones del director”, comparando esta nueva película con el absurdo remedo que Joss Whedon haría en 2017 para salvar el estreno comercial del proyecto. La idea de Whedon ya nacía muerta en tanto que partía de intentar reconducir un material ajeno con un calendario insalvable. Hablamos de esta o aquella versión como si se tratase de cambiar de orden los mismos cromos, pero ni siquiera el Snyder Cut es una “visión” de aquel proyecto tras haber rodado varios minutos más, después de haber renovado los efectos visuales de más de dos mil planos y de una nueva inversión de más de setenta millones de dólares. ¿Qué cineasta no sería capaz de superar el despropósito anterior con semejantes recursos?
Lo más interesante del Snyder Cut es que el cineasta lleva su idea de los personajes del olimpo a sus últimas consecuencias: para Snyder, los superhéroes son dioses de la estratosfera, monumentos vivientes cuyos gestos son sublimes y a los que hay que filmar con admiración, con imágenes que excedan a la vista humana. Esto genera el deseo de concebir la película en IMAX, un formato gigantesco en el que es casi imposible abarcarlo todo con la mirada, y a la vez supone la excusa perfecta para descuidar la composición de los planos de un cineasta al que tiempo atrás tomamos como un esteta. ¿Cómo asumir, si no, que ninguna de estas imágenes de tamaño cuadrado perdió su capacidad comunicante al recortarla cruelmente para poder ofrecerla en un formato panorámico? La admiración por los personajes lleva también a encuadrarlos siempre desde un contrapicado que realce sus cualidades míticas. Esto genera no pocos problemas, porque ¿cómo filmar entonces una conversación entre dioses? La posición de las miradas termina revelando ciertas jerarquías entre superhéroes que Snyder parece tener claras de manera inconsciente.
Eso y la mirada oscura del relato, que comienza con una muerte y que anuncia en todo momento la sensación de asistir al último aliento de la Tierra. Los protagonistas viven el relato asustados, inquietos, porque saben que solo hay una oportunidad de alcanzar el éxito. Aunque una de las secuencias finales parezca emular a una splash-page salida de un cómic de la liga, los personajes ya no pertenecen a ese universo ni tan siquiera al del cine, sino al universo del propio autor, cada vez más cerrado sobre sí mismo. El otro gran problema es el amor de Snyder por las imágenes de alta velocidad, que en ocasiones se ven arrastradas al lenguaje publicitario gracias a unas canciones que surgen de forma espontánea. Pero suponen sobre todo un problema porque el desenlace de la película está basado en la capacidad de Flash para suspender el tiempo: cuando por fin llega el clímax ya no puede competir con la docena de escenas al ralentí planteadas durante el metraje.
Si la película es epítome del cine de su tiempo no es solo porque atesore los grandes pecados del cine de hoy, sino también por cómo ha visto la luz finalmente: la presión popular terminó por hacer efecto. Ya ocurrió algo parecido en su día con el montaje de Richard Donner de Superman II. La aventura continúa (Richard Lester, 1980). No fue hasta 2006 cuando los consumidores descubrieron y exigieron la versión de Donner, lo que parece estar íntimamente ligado con estos nuevos tiempos. El descontento con el trailer de Sonic, la película (Jeff Fowler, 2020) “obligó” a sus creadores a revisar el aspecto estético del personaje, convirtiendo a los usuarios de las redes en los nuevos trabajadores involuntarios de lo que antes eran los pases con público. El descontento con el metraje estrenado cuatro años antes, la desilusión por una película que por fin iba a reunir en la pantalla a los grandes personajes de la editorial DC, desembocó en que muchos se abrazaran a esa idea de que quizás existía un montaje original que lo salvaba todo. Es importante entender que ese metraje no se ha recuperado, sino que se ha creado a partir de aquella reivindicación acalorada. No se trata pues de una labor de restauración de la mirada del cineasta sino de transformación, para que el mundo se adecúe a nuestros deseos como espectadores. Convendrá recordar este proyecto cuando otro cineasta reivindique el respeto hacia su visión como creador y también en la permisividad que hemos otorgado aquí cuando otro cineasta proponga una película de cuatro horas de duración. Solo entonces sabremos distinguir si todo nació de una noble defensa por respetar la visón de un director o si simplemente el consumidor soñaba con lo que consumía.