En A veces el amor, José Víctor Fuentes empieza hablándole a la cámara, como si esta fuese una cápsula del tiempo. Filmarse es una forma de hablar con uno mismo, otra manera de tratar de entenderse. También es representar la vida del cineasta hasta entonces: el yo, la mirada singular que devuelve siempre el espejo. Pero cuando el autor se pregunta cómo empezar a contar su vida, entonces aparece el rostro de su amada, Virginia: cuando se pregunta cómo contar su vida, entonces acude al otro, acude a quien pueda devolverle una imagen de sí mismo, esa imagen de lo que a uno le gustaría ser, o de aquello que a uno le gusta que represente su propia vida. Alguien que le recuerde quién es por las cosas que busca y por las personas que ama.
En este documental no existen personajes como tales, solo hay amor. Amor y embarazo. Las imágenes de archivo, filmadas años atrás en cámaras de pequeño tamaño, traen al presente a dos amantes pero no sabemos nada de ellos, solo sabemos que se quieren y que va a traer a una nueva persona al mundo. No hay un arco dramático porque, el tiempo lo dirá, ellos no son los protagonistas de esta historia, por mucho que José Víctor Fuentes sostenga la cámara. La persona que se adueñará del relato aún está por llegar, aún no existe. Aún no han hecho que exista.
Los primeros compases de A veces el amor se revelan como un testimonio involuntario de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria: los amantes se proponen alcanzar “los límites de la ciudad” y llegan hasta el último confín del puerto, allá donde termina la mano del hombre y empiezan los dominios del Océano Atlántico. El gesto romántico se transforma en imagen de archivo, en un fragmento de la historia que recoge a la vez los sueños de dos jóvenes soñadores.
Al principio, Virginia apenas participa de esta relación impúdica con la cámara que propone su pareja, pero con el tiempo el aparato se convertirá en una extensión de ambos, dejará de ser el objeto extraño que parece ser en los primeros compases. El cineasta filma a ambos y se filma a sí mismo contra toda timidez, combatiendo el pudor propio y el ajeno, por creer que detrás de eso, de esa vergüenza que está a punto de impedir la filmación, se esconde algo valioso. De alguna manera, José Víctor Fuentes propone superar el temor con amor, esas dos palabras que a veces parecen tan cercanas.
Las imágenes con textura próxima al Super-8 tienen la cualidad de un diario filmado, que recoge la experiencia íntima de dos personas encerradas sobre sí mismas. El test de embarazo de Virginia coincide con la desaparición de ese formato propio de los vídeos del pasado, como si la llegada de la paternidad impusiera también otro formato, una nueva forma de mirar el mundo. Este cambio visual encaja con la pretensión de mostrar la experiencia de maternidad en toda su crudeza: aunque el realizador mira las cosas desde una ternura infinita, no hay una romantización del proceso y los miedos están también puestos en juego, no ya por todas las dolorosas transformaciones físicas que implica el dar a luz, sino también porque se muestra cómo la vida da un vuelco a la relación de ambos.
De repente José Víctor Fuentes ya no puede acudir a un festival de cine. Se ve obligado a dar las gracias mediante un vídeo que graba en casa. Con este gesto minúsculo, pero tan significativo, quedan en entredicho las relaciones entre vida y cine, entre la vida a la que invita el cine y cómo la vida real se interpone en esa dinámica de entrega continua a las imágenes. Pero aunque la vida se interponga, el autor sigue filmándose porque encuentra en ello una hipotética posibilidad de entenderse. Las imágenes están llenas de ternura, siempre son luminosas, entrañables, llenas de amor. De modo que acaba fuera de campo todo eso que el cineasta dice estar perdiéndose, todo eso a lo que dice haber renunciado. Las imágenes dicen otra cosa, solo proponen estampas de felicidad, lo que plantea una interesante tensión entre la experiencia real de paternidad, llena de contrastes, de luces y sombras, frente a la manera romántica de representarla, siempre desde lo extraordinario.
Cuando llega por fin el bebé, los padres ya no son al fin protagonistas. Y cuando el niño por fin habla, de alguna manera deja de convertirse en objeto filmado, deja de ser una imagen a la que filmar. Se convierte en una persona externa, en un narrador más, y se vuelve además el protagonista de todo vídeo que se filme. La vida ha cambiado y el objeto del cine también lo ha hecho. En este proceso José Víctor Fuentes se atreve a poner en escena la respuesta más humana de todas: el egoísmo. Él ha dejado de ser el foco de su propia vida y eso genera más tensiones que nunca, tanto en lo vital como en lo cinematográfico, ¿o son acaso la misma cosa, el mismo aliento? La rutina que impone la llegada del bebé genera, también, el deseo de crear nuevas ficciones, de inventar tensiones de pareja, nuevos conflictos que generen un dramatismo inédito en esta pulsión constante de filmar. Todo se enmaraña en medio del caos que provoca ese recién llegado.
Pero el cineasta descubre que todo ese caos que vivió era el amor. Descubre que el temor se convirtió en amor y que, de algún modo, temor y amor siempre fueron lo mismo con disfraces diferentes. En uno de los momentos más hermosos que el autor ha decidido incluir en la película, y que habla de su humildad como realizador, él camina con su niño a la espalda mientras transitan juntos por un sendero en la montaña. José Víctor pide a Virginia, que está filmando, que los siga a ambos en movimiento, que filme un travelling en movimiento cuyo dinamismo se valga por sí mismo, cuya espectacularidad llene la película de imágenes asombrosas, propias de un gran director de cine. Pero entonces Virginia le sugiere que va a grabar una panorámica, que va a recoger el paisaje y su quietud, y a padre y a hijo atravesando el paisaje. José Víctor accede. En la imagen de su película ya no está la agitación y la energía de quien antes filmaba, sino una panorámica que le muestra caminar junto a su hijo. La puesta en escena la decidió la propia vida.