Valerian y la ciudad de los mil planetas (Luc Besson, 2017)

Lo único que Valerian tiene en común con El quinto elemento (Luc Besson, 1995) son sus errores de puesta en escena. La misma forma aparatosa de disfrazar un relato sencillo, casi una fábula, en algo más esquivo y sofisticado. Puede que en parte se deba al deseo de esconder la docena de proyectos infames que han mediado entre una película y la otra, o a anteponer el ego del autor a la marea de efectos especiales, o a que en el fondo Luc Besson no sabe hacerlo de otra manera.

Lo que tienen de diferente es que, mientras en el primer filme las invenciones absurdas eran arrastradas por la trama, en Valerian la historia es lo de menos: este nuevo filme es mucho más valioso cuanto más se permite desplegar la pura recreación de mundos imposibles, cuanto más se abandona a las explosiones de color sin sentido y se desliga de lo que pretende contar, cuanto más se preocupa de su aspecto estético y menos de su trama, reducida a un mero juego de niños.

En ese sentido pocos podrán perdonar que el filme con el honor de ser el más caro del cine europeo de su tiempo se limite a una sucesión de criaturas de ensueño y planetas salvajes, y no ofrezca una epopeya literaria acorde a las más famosas producciones del género fantástico. ¿Un artefacto tan costoso que sólo logra conquista el espacio visual? ¿Es posible una película como esta en el presente? Quizás la auténtica pregunta a hacerse sea en realidad la inversa: caer en la cuenta de por qué en el presente sólo es posible una película como esta, cuando el diseño por ordenador ha engullido todo rastro de relato clásico, desplegando en su lugar una exhibición pirotécnica que empuja hacia la abstracción, irónicamente, a los productos cuya única ambición es la taquilla.

El mejor compañero de baile para Valerian es Alexandre Desplat. El compositor francés se ha apartado de toda tentación narrativa para moverse, al igual que la propia película, en el terreno de lo abstracto: una textura diferente acompaña cada visita planetaria; casi se diría que las escenas vienen definidas por una instrumentación diferente, por la búsqueda de timbres que se distingan de los anteriores. De ahí que la partitura sea también una continua búsqueda cromática, un eterno vaivén caleidoscópico como también lo es el propio filme.

Si el cuento infantil ya no es capaz de sostener una película de tal envergadura no se debe a la estructura simplona del relato, sino más bien a que la mirada ya no es inocente. Una condición que aún en El quinto elemento podía arrancar cierto asombro, en pleno nacimiento del cine digital. La mirada de Valerian no es en absoluto la de un filme que quiera fascinar, sino más bien la de uno que añora fascinarse con algo, sea lo que sea. Se diría que la cámara se adentra obsesivamente a lo largo de infinitas galerías extraterrestres porque busca esa formar de mirar que antes se sorprendía con todo y ahora ya no existe.