Decía Hitchcock que nunca filmaría un guión con un comienzo espectacular, porque mantener el interés y la intensidad al mismo nivel durante la siguiente hora y media sería imposible. Superadas las fronteras del cine clásico, la herramienta del guión aún sigue siendo el pilar más importante para muchos realizadores que entienden el cine como un medio para narrar historias y hacer soñar a su audiencia.
Es la quimera que persigue Martin Rosete, con un texto medido hasta el extremo que intenta alcanzar aquel imposible hitchcockiano con la ingenuidad transformada en frescura y con la ambición transformada en cariño por el detalle. “Filmar buenos guiones con buenos actores”, es la máxima del realizador, que ha planteado con su primer largo las bases de una cierta manera de mantener vivo ese cine clásico ya casi extinto: concebir la sencilla historia de un robo con una sola localización y centrada en un grupo de actores que logren dar vida a lo escrito, es decir, mantener el sabor de las películas de antaño utilizando el verbo como elemento fundamental y sacrificando el ejercicio de la puesta en escena, buscando así la manera más práctica de mostrar el trabajo de los intérpretes.
El resultado es una película que busca atrapar desde el comienzo hasta el último minuto: alguien se presenta en la cena que está celebrando una pareja junto a sus amigos y termina por sacar una pistola. Los diálogos entre los cinco personajes son el motor de la historia y el recurso prioritario con el que plantear nuevas situaciones, nuevos escenarios que colocan a los protagonistas cada vez más al borde del precipicio. La construcción de la tensión en un solo espacio y el excelente trabajo actoral recuerda, precisamente, a La soga (Alfred Hitchcock, 1948), una película con la que mantiene diversas similitudes, pero Money se permite, además, introducir un cierto discurso en torno a los peligros que trae consigo la codicia y el egoísmo: el deseo de todos los personajes por obtener unas mejores condiciones de vida les empuja a echar por la borda unas situaciones que, en realidad, ya son idílicas pero que nunca han sabido valorar.
Se revela así un mensaje en torno a la insatisfacción crónica de la sociedad del presente que ayuda al filme a salir de ese clasicismo en el que parecen enclaustrarlo sus formas. Lo más interesante del filme en ese sentido es que, probablemente, y aunque se eche en falta en ocasiones algo más de riesgo en la puesta en escena, una planificación menos convencional hubiese lastrado la mayor parte de sus momentos más brillantes al dispersar la atención sobre el diálogo, que es intenso, continuo y de velocidad imparable. Que el director hubiese querido llamar la atención sobre sus capacidades visuales hubiese distraído de lo esencial. Si algo tiene claro Martin Rosete es que lo que tiene entre manos no es un film de autor, sino una película de género. Lo que en principio puede parecer una falta de riesgo o una pobreza de la película es, por tanto, una cuidada decisión de equilibrios y de tratar de realzar lo que de verdad es importante en el relato, algo así como la mal llamada dirección invisible. ¿Puede denominarse invisible acaso a algo que desprende un cuidado evidente, un amor por lo que se hace que traspasa la pantalla?