“Un corto es mucho más artístico que cualquier película”, decía Nando, miembro de la pareja artística Burnin’ Percebes, durante su estancia como invitados en el Festivalito de La Palma, en defensa del formato como el gran lugar para la experimentación cinematográfica. Y sus palabras no estaban exentas de un cierto compromiso: como grandes buscadores de un lenguaje propio y personal con el que contar pequeñas historias, la pieza que presentaron a concurso era una de las más arriesgadas y sugerentes del certamen, con una imagen circular que se superponía al plano y que ofrecía una doble pantalla, por así decir, con la que ambas imágenes pervertían el significado que tenían por sí solas.
Con “Lo esencial es invisible a los ojos” como lema de esta XII edición del Festivalito, los participantes se lanzaron a entregar hasta casi noventa cortos en otra edición que volvió a poner de manifiesto la pluralidad de miradas y formas de narrar de una bonita muestra de la cinematografía canaria del presente. Pero también de la del futuro: uno de los grandes cortometrajes de esta edición pertenece a un grupo de adolescentes de La Palma, que terminan filmando una suerte de making of con todas las ideas que han intentado llevar a cabo y de las que huyen por considerarlas un cliché. En esa libertad y frescura de los jóvenes al dinamitar su propio intento de película puede encontrarse el auténtico espíritu de un festival de rodajes express, en los que la capacidad de ponerse en cuestión a uno mismo como cineasta resulta fundamental. En ese sentido, quizás el otro gran experimento sea el que se atrevió a firmar David Pantaleón con Ecocardiografía de una isla: sirviéndose de material encontrado, el cineasta utilizaba una sucesión de ecocardiogramas y un fuerte trabajo con el sonido para desembocar en las imágenes de la erupción del volcán Teneguía en 1971, como si aquellas visiones del corazón fuesen, en realidad, la mirada hacia el interior del cono volcánico a punto de ebullición.
Restless, de Jacinta Agten, se alzaba con el premio al mejor cortometraje otorgado por el jurado del Festival, una sucesión de lugares de la isla atravesada por el pensamiento de la cineasta en torno a la sexualidad, planteando a la audiencia qué imágenes empujan a pensar en el sexo hasta el punto de configurar la forma en que, como espectador, uno era capaz de recibir esas imágenes. Tras ese cortometraje, en la siguiente pieza de la proyección un actor encendía un cigarrillo pero no como un gesto cotidiano, sino como si se tratase de una película de los años cuarenta protagonizada por Humphrey Bogart, lo que impulsa a pensar en ese abismo que todavía existe entre una cinefilia que insiste en mirar hacia el pasado y la imposibilidad de relacionarse con el presente: las pistolas eran otro elemento que no dejaba de aparecer en los cortometrajes como vestigios de un cine negro que ya no se hace y en el que un arma era motivo suficiente para lanzarse a filmar. Queda espacio por recorrer para intentar definir a un arte que aún simbolizamos mediante una vieja cámara de 35 mm.
“Lo esencial es invisible a los ojos” se repetía como un mantra a través del grueso de piezas presentadas, como si el lema no fuese un inspirador punto de partida, sino una cita obligada a incluir entre los diálogos de la película. Tal vez por ello sea interesante mencionar los trabajos realizados por los alumnos del cineasta Cándido Pérez de Armas, que si bien parecían más preocupados por la belleza de lo técnico, con unos planteamientos estéticos en ocasiones demasiado homogéneos, sí que trataban al menos de huir de lo evidente. Sur L’Ocean planteaba una odisea de época a través de un solo personaje que vagaba por los rincones más bellos de la isla, todo quedaba sugerido en un montaje que trataba de huir de toda vocación narrativa, pero no son pocas las conquistas de esta pieza que trascendía su hermoso trabajo de fotografía. Tampoco podía faltar en el certamen la acostumbrada operación del chiste filmado: el más brillante fue El mundo de Ali, de Tomás A. Wilhelm, que convertía el bolso de una mujer en una selva de la que era difícil escapar si alguien se lanzaba a buscar algo en su interior. La pieza obtuvo el premio del público y le valió a Aarón Gómez el premio a mejor actor del certamen, que compartió junto a Xavi Daura, integrante del grupo cómico Venga Monjas y que participó como protagonista en la pieza que propuso David Sáinz, Bienvenido, acerca de una chica que presenta a su novio a toda la familia, magnificando ese incómodo momento hasta convertirlo en una pesadilla de proporciones monstruosas.
No faltaron las piezas que mostraban un cierto compromiso social: Sumergida, de Juanjo Neris, mostraba la evolución de un aficionado al cine que se ha convertido en todo un cineasta, con una personal mirada que aquí ha dado un nuevo paso al frente. Un cortometraje que narraba el duro día de una madre soltera con una economía narrativa admirable y que venía a engrandecer las conquistas de Burbuja (2016), su pieza anterior. Elisa Cano ofreció con su cortometraje la que quizá sea la gran conquista del Festivalito en torno al maltrato, con una niña que recrea una escena de violencia de género con sus muñecas hasta que la madre acaba presenciando la escena. La cineasta Elisa Cano deja que buena parte de la fuerza del cortometraje se disipe por una simple cuestión de montaje: después de un plano general de la localización, en lugar de cerrar el relato, aparece un nuevo plano de la madre, derrumbada tras presenciar el diálogo de su hija. La tentación de mostrar la gran actuación de la actriz acaba por ofrecer un cierre redundante al relato, menos certero. Otro trabajo nacido del amor a la interpretación es el de Lamberto Guerra y su pieza Lo que no se ve, un relato coral en torno a cinco personajes femeninos que avanza a modo de coreografía sentimental y explora las relaciones que las unen a todas. La pieza terminaría cosechando el premio a mejor actriz para Lorenza Machín.
Como en el hermoso relato de Button, presentado durante el Festival, las voces de los cineastas que participan intentan adaptarse al lema de la competición en una búsqueda que, por suerte, parece no terminar nunca. Un ejercicio a celebrar, en ese sentido, es el de Ayoze García en su pieza La controversia de Saint-Exupéry, que exploraba en un solo y virtuoso plano la disputa entre los herederos del autor de El principito en clave de performance teatral con sugerente resultado. También cabe celebrar la llegada de una nueva cineasta, la excelente intérprete Sara Álvarez que se estrenó en la dirección con Diques, una pieza en torno a las diferencias de raza con una excelente planificación visual como motor del cortometraje, aún llena de dudas (como en las primeras piezas de todos los grandes cineastas) pero donde ya puede descubrirse la sensibilidad de una autora con grandes cosas que decir en el futuro.
Este año una acertada decisión de la organización (más eficaz que nunca desde el renacimiento del certamen en 2015) llevó al Teatro Circo de Marte la proyección final de tan sólo veinte cortos de entre todos los presentados. La gala de clausura ganaba así en agilidad y permitía, además, repasar algunas de las mejores piezas que se habían proyectado en la gigantesca maratón de la noche anterior. Sea como fuere, lo cierto es que la gran baza del Festivalito sigue siendo su vocación colaborativa, su espíritu comunitario, el vínculo afectivo con el lugar y el insólito estímulo creativo que despierta. Con sus aciertos y sus equivocaciones, lo más importante de aquella semana era contemplar cómo tantas personas se lanzaban a rodar y hacían que volviesen las ganas de soñar.