64º Festival de San Sebastián (2016)

Sirvan estas breves líneas como repaso crítico a una amplia selección de las películas que pasaron por Donostia durante esta edición de 2016.

El cine como documento del mundo. Ante la eterna cuestión sobre cómo acercarse desde el arte a un hecho real, surge siempre la misma duda: dramatizar los hechos puede suponer también ridiculizarlos, simplificarlos hasta que pierdan su complejidad y, por tanto, perder por el camino lo que de real había en ellos. Aunque cuenten historias muy distintas, La doctora de Brest (Emmanuelle Bercot) y El hombre de las mil caras (Alberto Rodríguez) no están demasiado lejos la una de la otra. Ambas abordan acontecimientos críticos a partir de una idea del cine-espectáculo que hace más asequible la lección de historia, pero que también invalidan el propio relato: el filme de Bercot se construye a partir de los clichés más comunes del drama médico, mientras que Rodríguez juega a imitar cinematografías ajenas para convertir la fuga de Luis Roldán en el entretenimiento perfecto. En ambos casos el hecho real termina siendo un pretexto: no se trata de un cine que cuente la historia, se trata de hacer películas a pesar de ella.

¿Puede el gesto de un intérprete sostener toda una película? La respuesta está en María (y los demás), una película diminuta pero de una sensibilidad enorme, escrita en clave de comedia pero a través de la que respira el drama de lo cotidiano, de los sueños incumplidos y de la vida que pasa de manera irremediable. La realizadora Nely Reguera pone una sonrisa ante todo ello, pero también invita al inconformismo. Un dulce descubrimiento.

La tortuga roja: La fábula de Michael Dudok de Wit, apadrinada por Studio Ghibli, evoca a la figura de Robinson Crusoe para poder hablar de todo un trayecto vital. De la vida como desierto y del desierto como sendero incierto en el que sólo acompañan los seres queridos. El cineasta se recrea en su propio ensimismamiento y la película pierde parte de su poder comunicante, pero por el camino ofrece no pocas metáforas conmovedoras. La valentía de su propuesta, una película de animación sencilla y sin un solo diálogo, bien merece un acercamiento.

Ante el capitalismo salvaje y su falta de humanidad, Maren Ade propone el humor como antídoto y también como forma de resistencia. La dentadura postiza con la que el protagonista se transforma es una suerte de trinchera. Mientras su hija, el personaje que sufre la auténtica transformación del relato, descubrirá que uno hereda más cosas de los padres de la que le gustaría, y que esa herencia no tiene por qué ser una carga sino todo lo contrario. A base de absurdos, Toni Erdmann termina proponiendo el desconcierto total como moneda de cambio. Un desconcierto incómodo en el corazón del primer mundo al que sólo se le puede combatir a través de la risa.

Ira Sachs se ha propuesto, en Little Men, encontrar la máxima emoción posible escondida en un acontecimiento diminuto. Que surja un universo gigante desde algo cotidiano. Y la emoción emana de lo entrañable, de la amistad entre dos niños, y de cómo los temas se despliegan uno tras otro partiendo de un solo acontecimiento. En cierto sentido ese cine de hallar lo grande en lo más pequeño oculta muchas conquistas.

La idea de un lago, de Milagros Mumenthaler, parece una sucesión de preguntas formales sobre cómo representar ciertas cuestiones en torno al mundo de los recuerdos. Con cada nueva pregunta que plantea la historia, la cineasta propone soluciones que giran en torno a lo imaginativo, lo reflexivo y, por encima de todo, lo emotivo. Será difícil encontrar una película durante el festival de San Sebastián que atesore un romance tan intenso entre la profundidad de las preguntas que se hace aquí Mumenthaler con la brillantez con la que busca las soluciones.

I’m not Madame Bovary comienza con unos lienzos circulares que describen una antigua leyenda china. Y entonces la película toma la misma forma: un formato circular que vincule leyenda y presente. La película toma entonces el rumbo del drama personal de la joven protagonista y, cuando comienza a reiterar sus ideas, surge un discutible juego de formatos que culmina con un epílogo en panorámico. Lo que parecía una decisión valiente se revela como un juego, la decisión formal se desdibuja y se revela el tedio que el relato escondía tras su continuo cambio de aspectos.

L’Avenir, de Mia Hansen-Løve, convierte unas pocas jornadas en la vida de una mujer de ciudad en una auténtica aventura, poniendo en escena, muy posiblemente, algunas de las vivencias que atraviesa la propia realizadora. Isabelle Huppert, protagonista absoluta, eleva el relato desde su auténtica mímesis con el personaje al que encarna. La película toma entonces su significado más profundo: la actriz le otorga vida al personaje al tiempo que la vida se vuelve un poco más real en la pantalla.

The Oath es un drama en el que un padre está dispuesto a hacer cualquier cosa por su hija, literalmente. De ahí que la película pase del drama familiar al thriller o, lo que es lo mismo, de padre preocupado a castigador. Ni los hermosos paisajes de Islandia ni la factura técnica consiguen esconder las pobrezas del relato ni su ausencia de inventiva en la puesta en escena. Baltasar Kormákur, director, coguionista e intérprete de la cinta, ejemplifica a la perfección buena parte del cine nórdico: películas impecables que aún no saben tratar del todo los temas que les atormentan.

La reconquista, de Jonás Trueba

Bertrand Bonello ha hecho, literalmente, una película-bomba con Nocturama. Un grupo de jóvenes atenta en París en lo que parece ser una rebelión contra sistema y luego… se refugia en un centro comercial ante el temor a las represalias. Es decir, detonar el sistema pero desear, inevitablemente, refugiarse en él como manera de escapar de la responsabilidad. La película resulta incómoda, provocadora a veces desde lo gratuito, pero también se muestra como un colosal mausoleo de preguntas formales y también morales: cómo representar la acción, cómo tomar la película si cada niño pertenece a una etnia y clase social diferente, cómo condenar a unos jóvenes que visten exactamente igual que los maniquíes del centro, y finalmente cómo buscar la forma más ascética posible ante todo lo que ocurre. Huir de toda espectacularidad pero también preguntarse qué no lo es, qué no puede serlo. El resultado desconcierta, pero esa valentía para hacer una película a base de preguntas también puede ser capaz de inspirar.

Puede que Orpheline sea la película más trasnochada de toda la Sección Oficial en San Sebastián. Es posible que se trate de un relato de historias cruzadas o bien de las vivencias de un solo personaje en distintos instantes de tiempo… En cualquier caso, su estructura fragmentada y dispersa obedece a un cine del pasado que busca en el grito, el ruido y la histeria una intensidad que las imágenes no son capaces de transmitir. A pesar de su generoso plantel femenino, su composición a base de primeros planos sólo viene a denotar la falta de inspiración en la puesta en escena. El resultado estético es tan anodino como el propio argumento.

Lady Macbeth pretende poner en escena un drama que, aún siendo de época, recuerda más a los relatos de cine negro en los que el equilibrio se resquebraja hasta terminar en una desesperanza sin remedio. La película, bellamente filmada, mejor iluminada e interpretada de manera sublime, no da tregua a las sucesiones de infortunios de manera episódica, de forma muy novelesca. Pero tras la tragedia griega no hay nada más, tras su factura técnica de primer orden no se esconde ningún poso, ningún mensaje más allá ni tampoco ningún plano especialmente memorable. Lo único realmente trascendente termina siendo el descubrimiento de Florence Pugh, la joven actriz que sostiene el drama.

¿Es posible una película sobre un chico que padece una malformación y cuya mayor afición es la petanca…? The Giant, el filme del sueco Johannes Nyholm plantea un acercamiento inusual a un chico con problemas físicos y de integración a través de lo fantástico y lo absurdo: el campeonato de petanca sirve para hablar de los grupos humanos mientras que lo fantástico ayuda a dignificar los sueños del joven. En última instancia, sin embargo, el despliegue de efectos especiales del que se hace gala para mostrar al protagonista como un gigante atravesando su propia historia vivida no disfraza que, en realidad, se trata de una película menor.

El cine policíaco vive en España una extraña época dorada tras el éxito de La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), basada en la repetición de los esquemas de aquella, que no eran otra cosa que las conquistas reformuladas que habían aparecido en Memories of Murder (Bong Joon-ho, 2003) o en Zodiac (David Fincher, 2007). De cualquier manera, Que Dios nos perdone, de Rodrigo Sorogoyen, es una película impecable, tal vez lo peor que pueda decirse de una película: no se le puede reprochar nada porque no existe riesgo alguno en ella, en tanto que obedece a una fórmula preconcebida. La historia policial se sostiene porque Roberto Álamo y Antonio de la Torre tienen carta blanca como intérpretes y las secuencias se convierten en un recital donde poco importan la reiteración o el subrayado. Rodrigo Sorogoyen, el autor de Stockholm (2014), demuestra su sobrada capacidad para hacer cine de género al tiempo que pierde, por el camino, todo aquello que le hacía diferente.

Porto es un drama disfrazado de romance nocturno. A golpe de música, embellecida por las bonitas luces de la ciudad, el relato da vueltas en círculos, de manera fragmentada, a la noche de unos amantes que se descubren por primera vez. Pero la película muestra el fin antes que el principio, la ruptura antes que el momento soñado, y con ello la belleza del momento es mayor porque también es más fugaz, un simple destello. Dejando a un lado su parecido estético a cierto cine independiente americano que envuelve la cinta en ciertos clichés (es Jim Jarmusch, no obstante, quien produce), este pequeño filme es uno de los más bellos descubrimientos de esta edición en San Sebastián.

A Lullaby to the Sorrowful Mystery es la adaptación épica de la Guerra de Independencia de Filipinas hecha por Lav Diaz, tomando a un grupo de personajes que escenifican el conflicto para revelar, a través de ellos, las profundas dimensiones culturales y personales que hay tras los acontecimientos históricos. El cineasta parece haberse vuelto esclavo, en cierto sentido, de su propio estilo: de nuevo una película de proporciones tan épicas como lo que cuenta. Pero, ¿cómo cuestionar la duración de un filme del cineasta, si cada plano contiene una lección de cine en sí misma? ¿Cómo poner en duda la duración de la película, si el relato encuentra su sentido más profundo a través de esa dilatación del tiempo? Aún con su dimensión espiritual abierta en canal, afrontar una película de Lav Diaz sigue siendo toda una experiencia física.

Juan Antonio Bayona firma la adaptación de Un monstruo viene a verme desde una contradicción interesante: un relato sobre la pérdida a través del filtro de la fantasía lleno de riesgos, de propuestas narrativas rompedoras, se traslada a la pantalla desde la ausencia absoluta de todo riesgo, de toda decisión formal que se salga de la fórmula de película emotiva. El resultado es una invitación a la emoción a través de elementos básicos, como el juego sentimental con una banda sonora que en ocasiones desborda el relato. Uno de esos filmes que parecen más sugerentes al contarlos que al experimentarlos finalmente.

Con Neruda, Pablo Larraín ha querido construir un fresco en el que no sólo atender a los acontecimientos históricos en la vida del poeta, sino también a la dimensión del mito. La combinación queda a medias sepultada entre el ejercicio de recreación de vestuario y dirección de arte, y acomodada entre las canciones favoritas del propio autor. La virtud de la película es la de huir del biopic convencional, pero la presencia de Gael García Bernal como antagonista y con una molesta voz en off, omnipresente y de intención evocadora, no termina por sumir a la película en un mundo poético sino en el puro ensimismamiento.

En Colossal, Nacho Vigalondo transforma al manipulador emocional en un monstruo gigante capaz de asolar Tokio. La premisa puede resultar un tanto burda pero el acercamiento es brillante, un toque de genio como escritor. La forma de filmar, sin embargo, meramente funcional y apegada a los cánones de un cine pretérito, sitúan a la película en un terreno anodino. Las carencias de la dirección también se dejan entrever en la pobre interpretación de su actriz principal, generando la impresión de que Colossal está mejor escrita que realizada.

La virtud de Playground es la de invitar a recordar qué es el cine y para qué puede servir. La película polaca retrata a tres jóvenes en su último día de colegio, desde sus situaciones familiares hasta su comportamiento en ese día de clase, ofreciendo un arco que intenta explicar las acciones posteriores con la situación anterior… Ahora bien, la dureza de ciertas secuencias puede parecer gratuita, en un modo de filmar que además invita a pensar en un realizador que no desea implicarse en lo que cuenta, sino que pretende lanzar la cuestión a su audiencia desde una posición moral superior. El resultado es una película desagradable, que revuelve y que conmueve, pero cuyo fin último no es tanto la reflexión ante ese dolor que la experiencia de dolor en sí. En esa vocación por destruir quizá se esconda un ejercicio irresponsable.

Your Name, de Makoto Shinkai.

Si hay una película de Hong Sang-soo en la que el autor despliegue su auténtico genio es Yourself & Yours, que marca un nuevo paso adelante en su hermosa (y generosa) filmografía. El filme, compuesto otra vez por variaciones infinitas, se ríe de sí mismo como nunca antes, y ese humor construye una auténtica película-manifiesto sobre muchos temas: las relaciones personales, la manera de lidiar con nuestros recuerdos, cómo acercarse a todo eso como director de cine y, como siempre, el amor como vértice de todo. Aunque también aquí el alcohol es otro vértice. Una película muy pequeña pero llena de instantes enormes.

¿Cómo hablar de la adolescencia, de la identidad sexual y de las experiencias que moldean nuestra conducta sin caer en los clichés más previsibles? As You Are parece un compendio de todo lo que no hay que hacer, desde su amalgama de temas que se suceden sin demasiado orden hasta su temerosa construcción a modo de flashback, que además juega a mentirle al espectador sobre los tiempos reales de la historia, buscando tal vez un golpe de efecto. Puede que sea una película hecha bajo una enorme necesidad por contar ciertas cosas, pero a la que le falta encontrar la manera adecuada de contarlas.

Rage, de Lee Sang-il, cuenta la historia de un asesinato y la búsqueda del culpable desde unos planteamientos peligrosamente básicos, capaces de dinamitar todo ejercicio de empatía. La utilización insistente de la música, los saltos entre historias, los continuos subrayados y las interpretaciones forzadas empujan a la película a los terrenos del despropósito. El filme permanece ajeno a la ingenuidad de sus recursos y se aventura a una duración de dos horas y veinte, las cuales no sólo muestran un ineficaz sentido del tempo cinematográfico sino que revelan, además, la condición anodina de este thriller.

Quien haya visto una película de Makoto Shinkai sabe que en ellas late una fuerte contradicción: todas giran en torno a una historia romántica de corte irreal, con una vocación comercial evidente, pero al mismo tiempo Shinkai parece más preocupado por la belleza de cada plano, por las cosas hermosas que se esconden tras cada detalle. Your Name no es diferente, casi se diría que es una película narrada a través del uso del color, una bonita y sencilla experiencia visual. Los únicos problemas vienen de su punto de partida argumental, nunca de su concreción en imágenes.

489 Years, el cortometraje francés de Hayoun Kwon, bien podría emparentarse con Shoah (Claude Lanzmann) o con La imagen perdida (Rithy Panh): evocar un lugar y unos hechos del pasado sin disponer de imágenes. Recrearlas, inventarlas a partir de la nada. 489 Years explora la zona desmilitarizada que existe entre las dos Coreas a través de una infografía digital y a partir de la memoria de un soldado. El conmovedor viaje es tanto una travesía a aquel lugar como una profunda inmersión en los recuerdos.

La película de animación Louise en hiver, de Jean-François Laguionie, convierte la experiencia de soledad en la tercera edad en un ejercicio de supervivencia dentro de una ciudad desierta. El dibujo animado no consigue disfrazar la crudeza de la metáfora. La película se va despojando también de todo hilo argumental hasta quedarse a solas con el día a día de la anciana. Quizá en la reiteración de sus ideas se encuentre su mayor debilidad, pero sólo la madurez con la que los sentimientos están traducidos en imágenes ya la convierten en una obra valiosa.

Todo lo que has vivido es valioso. Podría ser una frase motivacional cualquiera de no ser porque las imágenes de Denis Villeneuve transforman ese mensaje en una experiencia de madurez. Una experiencia insólita, porque esa madurez se filtra a través de un absurdo relato de ciencia-ficción. Una película con el lenguaje como tema que, muy oportunamente, trabaja a conciencia con cada elemento del lenguaje del cine para encontrar la mejor forma de expresión posible. Arrival, no es la película definitiva, pero sí una gran pieza sobre cómo hacer cine a partir de un material ajeno.

En La región salvaje, Amat Escalante da un paso hacia delante en su manera de hacer cine: los tintes fantásticos se han adueñado de la dureza de sus ficciones y ahora lo inexplicable también puede tener lugar en el relato. Un filme que condena la homofobia y el machismo a través de una violencia sin amarres, sin tregua para lo complaciente, que tiene muy claras y transparentes las referencias cinematográficas de las que parte y que, quizá, termine recordando demasiado a todas ellas.

En la primera secuencia de La reconquista, el personaje masculino afirma que le gusta trabajar como traductor a pesar de ser escritor, porque le gusta esconderse tras el estilo de otros… Pareciera que, en cierto modo, la cuarta película de Jonás Trueba parece dirigida en cada secuencia por autor diferente: Eric Rohmer, Jean-Luc Godard, Hong Sang-Soo… Sin embargo aquellas referencias no cristalizan en una voz diferente, cuesta encontrar entre todas ellas a las del propio cineasta, imbuido en un ensimismado retrato de dos personajes que avanza a golpe de canción de cantautor y de frase grandilocuente. La estructura del filme, partida a la mitad, tiene mucho más valor como idea teórica que por su ejecución final, que ofrece a una película navegando a la deriva en sus propios pensamientos.

El invierno, de Emiliano Torres, casi parece un western por las formas y los elementos que maneja, hombres solitarios rodeados de un invierno en el que el resto del mundo parece haber desaparecido del todo. Lo que se esconde tras esa superficie es una interesante reflexión sobre el mundo del trabajo y el intercambio generacional. La película se vuelve cruda, intensa, por momentos silenciosa, casi críptica, para poder expresar que a pesar de todo seguimos solos aún rodeados de gente.

En Elle, Paul Verhoeven hace algo más que una simple reformulación de los códigos: retuerce la historia del cine como si estuviera al completo contenida en la película y, al tiempo, como si todo estuviera aún por decir: Isabelle Huppert abre el balcón, entra un viento enorme y de repente estamos en El viento (Victor Sjöström, 1928), en la secuencia siguiente hay una bofetada al cine de François Ozon (las películas de Verhoeven siempre han funcionado a base de puñetazos en el estómago) y en la siguiente el cineasta ya está mirando hacia el futuro. A través del que quizá sea el personaje femenino más interesante que ha dado el cine en los últimos tiempos, el autor firma una redonda y descarnada radiografía de la sociedad del presente.