El pasado 23 de julio de 2016, durante la Comic Con celebrada en San Diego, Marvel Studios anunció la nueva cabecera que acompañará a las producciones de la empresa en lo que el propio estudio ha dado en llamar su Phase 3, un período de producción que va a abarcar tres años y que dará cabida a unos once largometrajes en total.
Para celebrar la entrada en esta llamada tercera fase, el estudio encargó al compositor Michael Giacchino una pieza musical que sonase junto al nuevo logotipo de la compañía, al estilo de lo que Alfred Newman compusiera en los años treinta del pasado siglo para la 20th Century Fox. Un tema célebre que ha quedado vinculado a la historia de la Fox al tiempo que a la del propio cine.
Marvel Studios ha perdido una oportunidad dorada para acrecentar el horizonte de la compañía y para redefinir una identidad propia que la alejara de las otras grandes cadenas creadoras de productos audiovisuales. Las acostumbradas viñetas que conforman el logotipo, que se suceden a toda prisa, están acompañadas ahora de un torrente de imágenes de las películas que forman ya parte de la historia del estudio, lo que pone de manifiesto las dificultades para diferenciar un filme de otro.
La puesta en común de esas imágenes al azar revela la ausencia de identidad propia de las películas a las que pertenecen, lo que confiere al estudio la misma personalidad de un restaurante de comida rápida, que factura sus productos con la preocupación de ofrecer cantidad antes que calidad, como si no hubiese tenido sentido el experimento de situar a Joss Whedon al frente de Los vengadores (2012), antiguo guionista de cómics y autor del mejor filme del estudio hasta la fecha, además de ser, en el momento de su estreno, la tercera película de mayor recaudación de la historia (la quinta en el momento de escribir estas líneas, lo que pone de manifiesto la velocidad a la que se mueven las cosas en el panorama del presente).
En una operación propia de la serie de televisión, no importa demasiado el autor que se sitúe tras la cámara, ni la mirada que pueda arrojar sobre las cosas, siempre que el argumento conduzca al punto de destino planeado por la compañía. Del mismo modo, Michael Giacchino aparece convocado aquí por el prestigio de su nombre, no por las capacidades de un autor que de seguro hubiera concebido algo muy diferente de haber dispuesto de cierta libertad creativa.
Evidentemente, la fanfarria de Giacchino no tiene nada que ver con aquella de Newman, compuesta casi cien años antes, ni falta que hacía. Pero desgraciadamente sí tiene mucho que ver con el esquema caduco de lo que se entiende hoy por música épica, una fórmula que hace ya tiempo que empieza a mostrar síntomas de agotamiento. Giacchino propone un comienzo en donde aparece la única frase rescatable de la pieza, entonada por los vientos de la orquesta (un motivo musical que sólo recuperará como coda final), pero confía el trabajo muy pronto a la sección de metales, a que funcionen bajo los mismos arquetipos de un sentido de la grandeza similar al que ya propuso Alan Silvestri en otros trabajos para Marvel, que a su vez bebía de la obra de Erich Wolfgang Korngold, uno de los padres de la banda sonora clásica.
No es tan peligroso el hecho de comprobar que nada se ha construido bajo la virtud de la novedad, sino que la operación revele el deseo de mantener unos esquemas que ya no tienen sentido en el presente y que el negocio de la nostalgia se empeña en resucitar sin que lleven un valor comunicante consigo. La música podría pertenecer a un héroe o a otro, a una película o a otra… Y, en fin, a un estudio o a otro. Lejos de alcanzar una identidad propia, de hallar un espíritu con el que sentirse identificados, la operación parece más bien un intento por revestir de excelencia el rostro gris de la producción en cadena.