11 minutos viene a confirmar, en forma de tesis, todos los motivos por los que es posible certificar la defunción del relato de historias cruzadas. Una forma, la de la historia compuesta de pequeñas historias, que encontró su piedra angular en Vidas cruzadas (Robert Altman, 1993) y que alcanzó su cénit precisamente a través de uno de los alumnos de Altman en Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999). Todo lo que vino durante la década después venía a suponer una simplificación, la transformación en un género más, un estado predigerido de lo anterior y también la coartada perfecta para que los estudiantes de cine en su último curso no tuvieran que desarrollar ninguna de las ideas para sus proyectos.
La manera en que la película de Skolimowski pone esta futilidad de relieve se manifiesta en sus decisiones de puesta en escena. Para poder ir hacia atrás y hacia delante en el tiempo dentro de las diferentes historias y poder identificar, aún así, el instante del relato en el que nos encontramos, es necesario colocar a una modelo llamativa que camina por el pasillo a la manera de un pivote, un elemento de atrezzo al que poder aferrarnos para situar la temporalidad de la película. Estos detalles, en el fondo, son pequeñas trampas que vienen a poner de manifiesto el artificio, la ausencia completa de sustancia más de veinte años después del filme de Robert Altman. Cuando la cámara adopta, en 11 minutos, el punto de vista de un perro, está viniendo a revelar la arbitrariedad absoluta del punto de vista en la película y sobre cómo el relato es imposible de (re)construir, como si el poliedro de visiones destruyera el relato como objeto indescifrable y no al revés.
Puede que ese sea el fin último del elemento fantástico que propone la película como hilo conductor: un agujero negro que aparece en el cielo de forma inexplicable. En el fondo, el agujero negro de la película, que se repite también en la pantalla del monitor de un vigilante de seguridad a modo de eco, es el reducto en el que desemboca una época, una cierta manera de entender el audiovisual: la pluralidad de visiones, la cámara omnipresente, la posibilidad de verlo todo, de acceder a todo, la necesidad de consumir todas las historias al mismo tiempo, la necesidad de no renunciar a nada… ¿Nos conduce todo eso hacia un poliedro enriquecedor, o hacia un agujero aún más profundo en el que no poder contemplar nada desde una cierta trascendencia? En un universo en el que la superficialidad se ha convertido incluso en una virtud, puede que el filme de Skolimowski exista como un pequeño objeto kamikaze: una obra que no teme deconstruirse a sí misma con tal de poner de manifiesto la era del vacío con la que nos hemos conformado.