Hay un momento clave en esta película que puede poner en cuestión el sentido del relato y su manera de construirlo en imágenes. No es ninguno de los detalles inofensivos que tratan de convertir a James Donovan, el célebre abogado interpretado por Tom Hanks, en una especie de santo al que le tocó hacer el mundo un poco mejor durante la Guerra Fría. Tampoco es ninguna de esas pinceladas, de dudosa sutileza, en la que el filme deja clara una cierta superioridad intelectual y cultural de los Estados Unidos frente a los agresores con los que negocia tan diplomáticamente.
El puente de los espías avanza al mismo tiempo, con un montaje paralelo marca de la casa, en el devenir de un espía de la URSS capturado en territorio americano y también en el de un piloto americano que ha caído en suelo soviético. El dilema del filme aparece en realidad más tarde, cuando ambos países se plantean un intercambio entre prisioneros: un joven estudiante americano queda atrapado durante el levantamiento del muro de Berlín; son dos, a partir de entonces, los prisioneros americanos a los que hay que liberar.
¿A quién de los dos salvar? ¿Cuál es el intercambio correcto? ¿Sería posible realizar un canje con el espía soviético para recuperar a los dos ciudadanos americanos? No tendría sentido plantear ninguna de estas preguntas, auténtico corazón del relato, si la película no presentara a las tres víctimas por igual en un intento por traspasar ese dilema al espectador de la película, con el deseo de involucrarle en el desarrollo una elección imposible.
¿Cómo llegar hasta ese conflicto, profundamente emocional, si uno de los prisioneros aún no ha aparecido en la pantalla? Para presentar por fin al joven estudiante que hace vida en suelo alemán, la película debe interrumpir su discurrir a dos bandas para viajar hasta Berlín e introducir al personaje con un apéndice argumental algo aparatoso. La escena no es especialmente breve: era demasiado tentador para Steven Spielberg poder representar, por primera vez en su filmografía, un fascinante acontecimiento histórico como el momento en el que se construye el Muro de Berlín. Pero tampoco es una escena lo suficientemente generosa como para establecer paridades entre el prisionero que casi nació con la película y el estudiante, de aparición repentina.
Esa decisión en las formas de representación de la película ponen su construcción en entredicho: la inclusión de esa escena puede resultar forzada, comprometida por la rigidez del guión, pero prescindir de ella sería un suicidio en términos narrativos. Por eso este pequeño obstáculo se vuelve tan grande, tan decisivo como para validar la película o desvelar su fracaso. Es un hermoso dilema. De repente ya no importan las constantes exhibiciones de integridad de James Donovan, ni que el preso soviético repita una broma de manera sistemática como si se tratara de una película complaciente, ni que a cada interesante idea visual suela antecederle un perezoso diálogo que avise de su lucidez. Comprender la importancia de este momento clave ensombrece cualquier otro pecado de El puente de los espías.