La novia (Paula Ortiz, 2015)

La novia (Paula Ortiz, 2015)

La novia nace con una vocación irresistible: transformar el texto de Bodas de sangre, de Federico García Lorca, en una experiencia sensorial. Se propone convertir las imágenes en ensoñaciones, las palabras en olores y las lágrimas en puñaladas. La apuesta es arriesgada, valiente, y aunque el poder de la imagen sea tan importante para Paula Ortiz, autora de esta inusual adaptación, la película respeta el texto original de una manera admirable. Por eso Lorca siempre está presente en el relato y, precisamente por ello, conviene recordar qué ingredientes pertenecían ya a la obra teatral y qué elementos originales ha gestado La novia para arropar con ellos la voz del escritor.

En ese sentido habría que poner en duda muchas de las decisiones formales de la película, que son cuestiones puramente cinematográficas, y al hacerlo no resultaría difícil encontrar en ellas incoherencias difíciles de disculpar. La primera, y tal vez la más grave, sea la de una política del subrayado constante que colisiona con esa idea, alegre y poco precisa, de que todo acercamiento a la poesía es capaz de revestir a la obra de una gran sutileza.

La novia (Paula Ortiz, 2015)

Nada más lejos del resultado final: si para Lorca la luna era una protagonista más de la obra, cada plano en exteriores de La novia debe mostrar una enorme luna llena. También cabe detenerse en las diferencias cromáticas entre el día, lleno de tonos cálidos, y las escenas nocturnas, cubiertas de un azul desorbitado. Ese fuerte contraste separa la acción muy eficazmente en términos narrativos, pero también lo simplifica todo de forma reduccionista: un efecto poético como ese, buscando una cierta irrealidad en el paisaje, termina por revelar la aparatosidad del dispositivo. O, en otras palabras, la belleza de lo poético queda convertida en algo ostentoso; la naturalidad queda sacrificada en favor de la espectacularidad, lo cual desemboca en un ejercicio de sensibilidad mal entendido.

Pero no es necesario bucear en términos cromáticos ni en la insistente presencia de los astros para hallar cierta impostura en el filme: basta con remitirse a la elección de los planos, todos ellos de una perfección, simetría y belleza dignos de admiración. ¿Pero dónde está la perfección en el texto, a qué obedecen esas simetrías, qué transmite esa belleza? Paula Ortiz parece filmar siempre un plano más bello que el anterior, y en ellos puede entreverse una generosa cultura cinematográfica, solo que ese bagaje ha sido convocado por la belleza de su acabado y no por imperiosas necesidades de la narración. No sería justo condenar ese uso de la imagen en sí mismo si no fuera porque la búsqueda de lo hermoso en todo plano posible puede crear un irónico efecto de saturación. Si cada esquina del encuadre tiene que ser hermosa, ¿qué terminará siéndolo realmente? ¿Qué sinceridad podrá haber en sus imágenes? Si cada fotograma del filme puede ser una postal, quizás su lenguaje esté más cerca del videoclip que de la poética propia del cine. Si esas imágenes no tienen validez por sí mismas, entonces ya sólo nos queda el texto… Pero Lorca ya estaba ahí antes de que llegase La novia.