Cuando el protagonista de este mediometraje viaja al pasado para derrotar al enemigo más peligroso en la historia de la humanidad, está cumpliendo el sueño de muchas de las personas que contribuyeron a fundar este proyecto a través de una sensacional campaña de crowdfunding. La película en sí misma habla de viajar en el tiempo: un filme de acción cuyo reclamo no es solamente recuperar el espíritu del cine americano de los años ochenta o la extravagante solemnidad de los seriales, sino simular incluso la textura del formato de la época, de la cinta magnética que rasga la imagen y la deteriora. Un viaje en el tiempo en términos absolutos, para resucitar la bendita ingenuidad de unos clientes potenciales que, por aquel entonces, aún eran niños.
El objetivo del divertimento es llegar, gracias a la máquina del tiempo, a una zona en la que no hay espacio para la opinión crítica, un lugar ocupado exclusivamente por el espíritu infantil y la fascinación, aunque también esté invadido por la inevitable y peligrosa permisividad a la que invita el regreso a tiempos mejores. A la película de David Sandberg solo le preocupa poder poner en escena aquellas criaturas fantásticas que hubiera deseado haber visto como espectador años atrás. Kung Fury es, por tanto, un filme al que no le importa demasiado lo que está contando, sino la posibilidad de que los personajes más increíbles puedan habitar sus fotogramas. Para ello se sirve de todos los iconos de la cultura popular y los entremezcla entre sí, recordando que cada nuevo personaje del género no es sino el enésimo monstruo de Frankenstein nacido a partir del recuerdo de todo lo anterior.
De ese modo, no importan las motivaciones de la puesta en escena, sino la capacidad para saltar de un estilo a otro, abrazando el amplio abanico de gustos pertenecientes a una cierta cinefilia criada en los albores de la década de los ochenta y a su imaginario popular. Kung Fury puede provocar fascinación porque, en cierta manera, intenta poner en escena aquello que siempre quisimos ver: qué ocurriría con personajes irrealizables, personajes al límite, capaces de todo. Una máquina arcade se harta de ser aporreada y se convierte en un increíble supervillano, o el águila imperial del partido nacionalsocialista se transforma en la montura imponente del gran enemigo. No es significativo lo que sean capaces de hacer a partir de su presentación, sino la idea de ver a esas criaturas cobrando vida en un universo-collage en el que todo parece posible.
Tendría sentido hablar del tráiler que dio origen al proyecto en tanto que no solo hizo posible la financiación posterior de la película sino que, salvo su escena final, adelantaba el resto de ideas que componen el relato completo, con lo que el poder de impacto de la obra final podría haberse quedado a medio camino de cumplir sus promesas. Son los peligros de las dinámicas del cine entendido como producto. Lo interesante de la película es que, en última instancia, sus fotogramas llenos de humor terminan poniendo en duda la manera en la que se construye un cierto cine del entretenimiento: el protagonista se convierte en un héroe el día en que recibe el impacto de un rayo… Al mismo tiempo que es mordido por una víbora. Colocar capas consecutivas, añadir otro tópico sobre el tópico, ayuda finalmente a desmontar los mecanismos de cada uno de ellos por separado, a preguntarnos de dónde vienen las banalidades que siempre nos han atraído.
En su escena definitiva, Kung Fury confronta al héroe ante todo un ejército nazi, al que debe vencer en un solo plano. La cámara se sitúa mostrando el perfil del héroe; el fondo, un escenario neutro con vida propia, pero que también parece un limbo independiente a la realidad del protagonista. Y un regimiento interminable de enemigos al que el héroe despacha a golpe de patada inverosímil. Son los elementos que conforman un videojuego de lucha en dos dimensiones, revelando que la idiosincracia visual del videojuego también ha moldeado la cultura visual de una generación a la que ya no le importa la naturaleza de las imágenes que consume, siempre que su lenguaje le resulte familiar.
Las películas en VHS no se veían del todo bien, pero aspiraban a verse lo mejor posible. Ese es el gran error de esta película: confundir la experiencia cinematográfica con una experiencia de lo material. Creer que lo que su público necesitaba era rellenar el hueco histórico que dejó un filme que no llegó a su tiempo, cuando el futuro impuso su llegada; un filme que se nos negó durante toda nuestra infancia y que ahora se hace absurda realidad. Pero no echamos de menos al cine de la época, sino a la persona que éramos entonces. El público ansía participar de experiencias como estas porque, en cierto sentido, nos ayudan a recuperar una parte de nosotros que creíamos perdida. Es por ello que Kung Fury supone la nostalgia de lo equivocado.