Si Carey Mulligan hubiese vivido en la época en que acontece An Education, probablemente tuviera mucho que ver con la historia de Jenny, un personaje sofisticado, lleno de matices y perfilado con exquisita elegancia tal economía descriptiva que hace palidecer a la mayoría de los guiones contemporáneos.
El drama que plantea Lone Scherfig acerca de la ética de una adolescente que pone en peligro su promoción a una universidad de prestigio cuando se enamora de un adulto no ofrece nada nuevo, incluso se hubiese convertido en un enésimo cuento de hadas sin sustancia de no ser por su delicada mirada y la tierna compasión que arroja sobre sus personajes.
El argumento pronto se descubre como la puesta en relieve de la constante lucha entre placer y deber, entre el trabajo de futuro que uno no comprende en el presente frente a la percepción de la fugacidad de la vida y la idea de no estar disfrutando del presente, si bien sus juicios morales y la presión a la que están sometidos argumento y personajes acaba por ahogar parte de sus intenciones.
La fotografía de John de Borman ayuda a representar con elegancia los cambios sociales y culturales de los años sesenta, apoyados por un diseño de producción (especialmente el vestuario) que consigue esa recreación a través de trazos perfectos.
Aunque en ocasiones no sepa si decantarse por su historia de amor o por el discurso ético y moral que plantea, el buen hacer de Lone Scherfig no se plasma solamente en el trabajo actoral de su actriz protagonista, sino también en el amplio espectro de secundarios que resultan tan importantes en el devenir de los acontecimientos.
Alfred Molina, como padre de la niña, resulta especialmente soberbio en su creación, si bien el tono fabulesco de resolución fácil le reste peso al discurso hasta acabar reduciéndolo a un relato cobarde de hermosa factura técnica e interpretativa, eso sí, llena también de hermosos momentos.
No se trata en suma más que de una película sobre la adolescencia y la responsabilidad, vista esta vez a través de unos ojos maduros que saben construir el discurso con coherencia y profundidad. La tensión irreconciliable entre la densidad de su discurso y el resultado edulcorado de sus imágenes quiebra el film a la mitad y arruina buena parte de sus ambiciones.
Si Carey Mulligan hubiese vivido en la época de la película de seguro hubiese sufrido los mismos dilemas adolescentes de su personaje. Por suerte para nosotros, Mulligan vive aquí y ahora, encarnó a Jenny de la mejor forma posible y la convirtió en uno de los personajes más sofisticados y entrañables de los últimos años.