Virtuosismo narrativo sin esencia alguna, collage efectista sin pudor alguno, Precious es una de esas películas que pretende ser políticamente correcta a través de su supuesta transgresión e incorrección.
La historia de maltratos y vejaciones de la adolescente, para terminar contando el clásico relato de la superación, no aporta nada nuevo en su crudo retrato de la violencia, incapaz de aprovechar la belleza de su personaje principal. Que la puesta en escena se mueva entre una nadería moderna y el drama televisivo más aberrante no ayuda demasiado a tratar de desubicar la película fuera de ese marco.
En el fondo, la película de Lee Daniels no se aleja mucho de las películas del mediodía, a pesar de su intermitente preciosismo visual. El reparto se mueve entre lo portentoso y lo muy notable (incluso Mariah Carey sale airosa en su cameo), pero el guión no deja de visitar, punto por punto, los tópicos más detestables del cine racial, del cine social, del cine adolescente y el cine efectista, aquel que trata de conmover a toda costa a través de sus imposturas.
Cuando, al poco tiempo de proyección, la película desvela su torpeza narrativa, su colección de tópicos y su factura técnica intachable, uno puede abandonarse fielmente a la idea de encontrarse ante el clásico film triunfante de nuestros tiempos: una cinta sin sustancia que cuente por enésima vez lo ya contado sin aportar ninguna novedad al género, y que no funciona ni siquiera como herramienta educativa.
El espectador, acomodado a los argumentos ya conocidos, cae en la trampa de la sensiblería fácil en tanto que la cruel desolación de la historia personal de la joven está narrada de la manera más desalentadora posible. El monólogo final de la madre de la adolescente, en una de las pocas veces donde el caprichoso montaje respeta la interpretación y confía en la narración de los acontecimientos por sí mismos sin necesidad de distraer de las incontables lagunas del relato.
Como telón de fondo, unas ensoñaciones llenas de ilusión por parte de la chica la ayudan a sobrevivir en su realidad infernal, en tanto que supone una espada de doble filo para el espectador: las escenas imaginarias escamotean los momentos de mayor intensidad del relato, emborronan la interpretación de los actores que pronto se confirma como el único aliciente de la función y puede inducir a cierto tipo de público a recibir esas imágenes como dogmáticas, adocenados en su falta de criterio y en la costumbre del no pensar las imágenes.
En medio de esas ensoñaciones creativas, el patético guiño al mundo ilusorio de Jean-Pierre Jeunet termina por conformar la guinda para desentramar del todo bajo qué enfoque ha sido construida la película: bajo la impostura efectista de un creador que no sabe más que provocar emociones primarias en su audiencia.