Estamos solos en el universo. Tenía que llegar un extraterrestre a decírnoslo, porque no se trata de que haya vida más allá de las estrellas. Si no podemos traspasar la barrera de nuestros propios cuerpos, si apenas podemos entendernos a nosotros mismos, ¿cómo sentirnos acaso acompañados?
La cuestión capital en Under the Skin reside en cómo poner en imágenes un relato tan propenso al folletín, tan cercano a lo ridículo, para convertirlo en un mensaje profundamente crepuscular. Hablar de lo inenarrable únicamente a través del poder de la imagen. Hacer comunicante a alguien que ni sabe ni puede comunicarse: hablar a través de un personaje que no sabe hablar.
Para imaginar a un autor capaz de engendrar un artefacto como este hay que pensar, también, en alguien con una particular capacidad narrativa. De los cineastas que nacieron en el mundo de la publicidad durante los años noventa, sólo David Fincher y Jonathan Glazer entendieron de verdad la energía de sus imágenes más allá de su facilidad para generar impactos inmediatos y fugaces. Glazer, además, trató de alejarse de la hiperconsciencia de las imágenes en una filmografía, paradigma de lo irreverente, con la que tratar de perseguir una cierta ingenuidad, una identidad propia que no tiene que ver con nada de lo anterior y que, al mismo tiempo, sirve como profunda reescritura de lo conocido.
Así pues, uno podría encontrar en Glazer ecos de la trascendencia de Tarkovski, la densa pesadumbre de Béla Tarr o la tenebrosa espesura de Jacques Tourneur, todo ello bajo el prisma retorcido y sofisticado de un autor que ha sabido encontrar su voz propia. En Under the Skin todo es noche: el mundo parece envuelto en sombras porque la noche se ha convertido en el único lugar donde poder ser nosotros mismos. El alienígena, oculto bajo el cuerpo de una mujer, transita esa noche con el deseo de apropiarse de otros cuerpos (algo no muy lejos de la forma en la que han terminado por relacionarse los propios humanos).
El ejercicio estilístico que Glazer pone en escena atraviesa la materia de los cuerpos para representar que, bajo esa ceremonia carnal ausente de todo afecto, sólo puede haber vacío. En los rituales del alienígena para seducir a los hombres pueden encontrarse algunas de las secuencias más implacables, poéticas y descorazonadoras del cine reciente en su aproximación a la experiencia sexual en tanto que, mientras la película propone al cuerpo como prisión emocional infranqueable, la relación erótica sólo es capaz de desposeer a esos cuerpos de su propia humanidad; despojarlos de significado. Mientras el plano se detiene ante la piel hueca de una de las víctimas, atormentada visión que sobrevuela la pantalla, la película parece descubrir sus intenciones más profundas: revelar, a partir de una imagen tan sugestiva como inquietante, la peligrosa trivialidad de un mundo dominado por las apariencias.
Scarlett Johansson da vida al extranjero que invade el planeta silenciosamente. Ante un relato sobre la ausencia del compromiso y la imposibilidad de comunicarse, ella responde con una entrega incondicional, desde la propia presencia física como materia expresiva hasta una interpretación en apariencia impasible, que intenta combinar la inexpresividad del cuerpo anfitrión con la fascinación del alienígena que lo ocupa. Cuando el personaje por fin descubre la complejidad del cuerpo que habita, la dimensión de los sentimientos que alberga y la imposibilidad de comunicarlos del todo, la película da un giro para internarse en el terreno de lo abstracto y abandonarse, de manera consecuente, a su mensaje devastador; una estremecedora escritura en imágenes que podría ser traducida como condena para el hombre. Sus veladas y lúgubres lecturas esconden en realidad una visión del hombre como espacio infinito, pero su apesadumbrada visión explora con pesar la forma en que permitimos destruir la belleza de todo aquello que somos. Si las películas de Kubrick eran advertencias, en cierto modo las de Jonathan Glazer también lo son.