¿Por qué llamamos pequeñas a algunas películas? No son aquellas de bajos presupuestos, sino esos títulos intrascendentes cuya existencia parece ser, exclusivamente, el ánimo de hacer caja. Esos de apariencia tan inofensiva que uno podría colocar bajo su nimia superficie, sin dificultad, una inesperada bomba de relojería. Esas películas tan pequeñas que encuentran la libertad suficiente como para preguntarse qué están haciendo, qué sentido tiene lo que hacen. Películas que se preguntan a sí mismas. Películas que piensan.
Focus está deliberadamente partida en dos. En su primera mitad habita una predecible película de timadores, de grandes robos en un universo con el glamour como única ley, allí donde las artes del engaño son cruciales para hacerse con el botín y, al mismo tiempo, para sorprender a la audiencia con la atracción del truco de magia. El argumento es de lo más pronosticable y, sin embargo, ¿por qué continuar interesados en la película? Quizás porque tras esa capa de timadores sofisticados se esconde un ejercicio sugerente.
Hay que permanecer atentos: “¿Te llevo a casa?” Pregunta el personaje de Will Smith a su compañera de fechorías, mientras el plano ya ha cambiado ala habitación del hotel, con ella mirándose al espejo y probándose un vestido sugerente. Al salir del aseo la cámara gira hasta descubrir su dormitorio… Pero está sola, nadie la acompaña. El juego continuo de las expectativas, tan propio de un género en el que todo puede ser una pista falsa.Entonces suena el timbre de la habitación, pero en ese momento la audiencia ya está más preocupada por adivinar lo que va a ocurrir que por el relato en sí.
Poner en cuestión, en definitiva, la posibilidad del propio relato. ¿Por qué sentir interés acaso por esa secuencia decisiva en la que el protagonista cae en la funesta tentación de apostar contra un multimillonario durante un partido? No es por estar hábilmente montada, ni tampoco por su lúcida utilización de la música como portadora del tempo narrativo (una muestra del fecundo gusto musical de los realizadores), ni tampoco por estar exquisitamente fotografiada. La secuencia invita a la emoción únicamente por comprobar si se cumplen nuestras propias expectativas, que es lo mismo que asesinar toda emoción posible.
En la segunda mitad del filme, una vez convertido el relato en un simple juego de apariencias, la propia película se pregunta si acaso tiene sentido una narración en la que todo pueda ser mentira. Una operación capaz de hacer con Pickpocket (Robert Bresson, 1959) un ejercicio parecido al que hiciera Gus van Sant con Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960): demostrar que el relato clásico ha perdido todo su sentido si el espectador ha abandonado todo rastro de mirada inocente. La película inicia entonces un proceso en el que se desviste plenamente: todos los personajes se despojan de las capas que hasta ahora habían servido para construir su identidad. Focus no habla solamente del hecho de que todo pueda ser fingido: está hablando, además, del hecho de que ya nada puede ser verdad.
El epílogo, que comienza con el hermoso reverso de una persecución convencional (seguimos al villano y no a los héroes, otro pequeño hallazgo de la película), lleva esta idea de la imposibilidad de la ficción hasta sus últimas consecuencias, allí donde ni siquiera puede importar la vida o la muerte.Los personajes deciden, entonces, cambiar de bando o resucitar de entre los muertos como si la ficción hubiese perdido todo control sobre ellos. Mientras, la cámara se deja seducir por la belleza de Margot Robbie, acercándose lo más posible a su rostro, para que de aquella imagen pueda surgir una confrontación inevitable. Si el relato ya no es posible, si ya no hay verdad posible ante la cámara, ¿qué significan estos rostros que tengo ante mí, esta evidencia de su presencia física? Es la última pregunta que acaba lanzando esta pequeña película. Un filme que revela, en esa valiente capacidad para interrogarse a sí mismo, toda su grandeza.