Kingsman es una película tan referencial que se niega a sí misma. En plena época de la autoconsciencia y el metadiscurso, todo parece perdonable si se persigue el entretenimiento, y todo pretende justificarse cuando la palabra “parodia” se superpone a cualquier defecto. En su determinación por construir un relato gamberro, basado en el cómic de Mark Millar sobre el universo de los agentes secretos, Matthew Vaughn plantea un filme con la misma ingenuidad que hacía tambalear los cimientos de Kick-Ass (2010): la incapacidad para asumir que ciertos lugares del cómic son intraducibles a un lenguaje ajeno, y que su imposición en la pantalla sólo puede conducir a lo ridículo.
Pero los pecados de Kingsman van más allá de su propia etimología: la película no se sirve de los tópicos del género de espionaje para construir un discurso particular, sino para poder toparse con espectáculos pirotécnicos gratuitos, fogonazos aislados que invitan a la fascinación pero que carecen de todo sentido comunicante: secuencias de acción en la que se convocan todos los trucos visuales de la nueva era sin orden ni concierto, poniendo en duda su propio criterio estético. Una película que pretende reírse de todas las convenciones cinematográficas pero que se construye a sí misma a partir de esas convenciones, incapaz de alzar una voz propia sobre todo aquello de lo que pretende hacer burla.
El propio personaje de Samuel L. Jackson, villano también autoparódico, acudirá hasta tres veces a tapar las costuras de la trama, de manera explícita y verbal, recordando al espectador que esta no es “una de esas típicas películas”. ¿Qué hacer con un filme empeñado en celebrar su condición de especial y diferente, pero sin demostrarlo, haciendo uso únicamente de los clichés que critica?
Si la película fuese una puesta en cuestión real, haciendo gala de la ironía que procura desprender, ¿cómo tomarse entonces la banda sonora de Henry Jackman, un desvergonzado calco de la partitura de Alan Silvestri para Los Vengadores (Joss Whedon, 2012), que no abandona la referencia ni durante un solo compás? ¿Cómo entender los movimientos de cámara que pretenden distraer de los trucos de prestigiditador del protagonista, si la propia película es incapaz de distinguir cuándo hace parodia y cuándo necesita los recursos de los que tanto se mofa? ¿Cómo valorar algunas crudas secuencias de acción, totalmente ajenas al resto del tono de la película y que no hacen sino debilitar la poca coherencia de sus planteamientos? ¿Cómo aceptar una película-parodia cuyo deseo es poner en juego los clichés del género al tiempo que los explota, terminando por buscar el espectáculo alrededor de ellos?
Ya no sorprende ver en películas como Kingsman los nombres de personalidades, envueltas en prestigio tiempo atrás, como Michael Caine o el propio Jackson, actores que han terminado por apuntarse a todo, una trayectoria decadente hacia la que parece discurrir también el propio Colin Firth, quien aún sostiene aquí el verdadero peso interpretativo como encarnación del agente secreto elegante y seductor, propio de los años sesenta, mientras su pupilo (Taron Egerton) encarna al nuevo héroe, mucho más físico y castigado por el drama personal. Dos figuras capaces de atravesar décadas enteras del cine de espionaje, construidas para derribar cualquier cliché gestado a lo largo de los últimos cincuenta años. Cuesta creer que, planteado así, los clichés terminen por derribar a la propia Kingsman ahogándola en un desfile de vulgaridades.