“Algún día habrá ordenadores que te responderán con más información de la que puedas digerir sobre cada parcela en la costa de Los Ángeles, retrotrayéndose hasta las concesiones de tierra de los españoles, hasta los derechos del agua, las servidumbres, los historiales hipotecarios o lo que quieras, créeme, está al caer”, le dice la tía Reet a Doc Sportello en un diálogo de ‘Inherent Vice’, la novela de Thomas Pynchon. Puede que fuesen diálogos como este lo que llamase la atención de Paul Thomas Anderson, pues al adaptar el libro ha podido tejer nuevamente, tras la cortina que proporciona su enrevesada trama detectivesca, un lúcido tapiz sobre la historia de su país en fuerte consonancia con sus dos filmes anteriores.
El citado Doc Sportello, protagonista del relato, es un particular detective privado que, al intentar ayudar a su antigua pareja, destapa el caudal de corrupción sobre el que se mueven los grandes personajes de la ciudad. El reverso de Chinatown (Roman Polanski, 1972), si se quiere, y no es una cuestión caprichosa querer encontrar en las imágenes de Puro vicio resonancias de otras películas del género. Lo que se pone en juego aquí va más allá de hablar de un país a partir de los mitos que lo forjaron: Anderson también hace, al tiempo, su particular revisión de la historia del cine mientras obliga a Sportello a atravesar las singulares desventuras que Pynchon escribió para él.
Es el séptimo largometraje del autor y también la séptima vez que sus imágenes golpean hasta el desconcierto. Primero porque, en la deriva de sus últimas películas, la trama se desdibuja y resulta cada vez más ilegible y menos protagonista (“Más información de la que puedas digerir…”, decía la tía Reet), como si la propia película necesitase perderse en ese caos para revelar que lo que importa no es la línea detectivesca, sino lo que subyace bajo ella. Y segundo porque, aún siendo Anderson sospechoso de megalomanía y enemigo de todo azar, la película respira una inaudita libertad en la que casi se diría que cada plano se construye ante nosotros, como si la propia imagen buscase un punto de fuga continuamente para desdecirse, para reírse de sí misma antes de poder seguir adelante.
Sportello camina en dirección a la comisaría en un ralentí que acerca su figura al lenguaje de lo épico, pero choca con un policía y cae al suelo, también en exquisito ralentí. Un humor inesperado, como si el propio plano, en el momento en que se proyecta, se preguntase “qué pasaría si…”. En esa libertad, en ese continuo descreimiento, puede encontrarse la gran fortaleza de esta película dispar, de recorrido inverosímil, por parte de un autor que no deja de reinventarse sin perder su propia esencia. A ese respecto la vuelta de Robert Elswit como fotógrafo ha devuelto la identidad de sus imágenes a los terrenos de Magnolia (1999) o Embriagado de amor (2002), corazón de la filmografía del cineasta, mientras que la tercera colaboración de Jonny Greenwood en la música sitúa a la película bajo la misma abstracción poética que daba vida a sus dos últimos grandes filmes, Pozos de ambición (2007) y The Master (2012), quizá las cumbres de su cine.
Cuando Doc y Shasta (el antiguo amor del detective) miran a través del cristal del coche en la última secuencia del filme, nada parece inteligible, como si el cristal les hubiese devuelto de sus vidas la misma imagen borrosa y esquiva que ofrece el relato de la propia película. Ese romántico, desesperado y lánguido momento, que pareciera sacado de un filme de Wong Kar-Wai, tiene la valentía de cerrar la película mientras los personajes aún se interrogan sobre sí mismos y su incierto futuro. Una película incandescente, seductora e impenetrable. Tal y como el horizonte en apariencia infinito que pretendía conquistar Daniel Plainview en Pozos de ambición, Puro vicio es otro terreno inconquistable, pero apasionante, en el que volver a perderse.