No es difícil rastrear la personalidad de Paul Haggis como realizador, antiguo guionista de Clint Eastwood. La superficie argumental toma forma de una manera literal, sin espacios para que lo visual pueda imponerse en momento alguno. En otras palabras, presenciar un filme de Paul Haggis es contemplar un guión filmado en lugar de asistir a una película construida a partir de un texto tratado como protagonista y nunca como simple punto de partida. Quizás sea una diferencia menos sutil de lo que parece en tanto que puede suponer la diferencia entre una gran película y una mediocre. En la abismal distancia que media entre una y otra se mueven las historias cruzadas de Third Person.
Si Crash (2005) es la película que define a Haggis como escritor no es tanto por su deseo de hablar de un vínculo global entre todo ser humano, incluso en las entrañas de la ciudad más hostil, sino del uso y costumbre por la historia cruzada como manera de huir de lo que el propio autor ha puesto en juego. No convendría hablar de madurez narrativa a partir de los temas que se ponen sobre la mesa, siempre adscritos al drama realista, sino a partir de lo que se hace con esos materiales. Y lo que hace Haggis, como en las peores películas del género, es proponer una huida continua viajando de una historia a otra. Saltarse, si se quiere, las implicaciones de cada uno de los relatos simplemente dirigiendo la mirada hacia otro de ellos.
No deja de llamar la atención que las historias cruzadas, ese dispositivo argumental tan abrasador en los años noventa que se convertiría luego en una perezosa herramienta para realizadores noveles, encuentre aquí, dos décadas después y con la fórmula del todo agotada, un intento frustrado por repetir éxitos de épocas pasadas. Y en ese sentido Third Person puede invitar, quizá demasiado, a pensar en ella como intento de repetir los elementos de Crash, el gran éxito del autor, Oscars incluidos, tal vez a través de una fachada ligeramente más sofisticada. Ahora no son historias anónimas de la gran urbe que se entrecruzan, sino tres grandes romances independientes que intentan, en espléndida coreografía, deambular en círculos en torno a la confianza como auténtico tema central. Relatos distintos que terminan convertidos en lo mismo, en esencia.
Es inevitable que una de las historias termine por imponerse sobre las otras, en gran parte porque el ejercicio cruzado tiene mucho que ver con no haber sabido introducir ciertas cuestiones en esa historia principal. Tal vez por sus intérpretes, tal vez por ser la más intensa en el plano dramático o por conjunción de ambas, el hilo protagonizado por Olivia Wilde y Liam Neeson eclipsa a los otros dos y a sus respectivas ramificaciones. O quizá sea culpa de la actriz, en uno de los mejores momentos de su carrera, en el que una mirada incendiaria, huidiza y cruel, puede fundirse en apasionada comunión con su atormentado personaje.
Si la coreografía propuesta por el dispositivo argumental sigue funcionando aún cuando la película se alarga más allá de las dos horas es en parte por el triunfo narrativo del irregular Dario Marianelli, que ofrece aquí uno de sus mejores trabajos como compositor. La banda sonora no sólo sirve de nexo entre historias y de paréntesis entre escenas de diálogo abusivo, sino que construye un auténtico discurso sonoro que, en ocasiones, supera al que propone el propio relato. Tal vez sea el trabajo musical que acompaña a la película lo que invite a pensar que en Third Person el engranaje funciona mucho mejor de lo que en realidad lo está haciendo. Con ella la película se eleva, trasciende las limitaciones de sus argumentos y arroja luz sobre las intenciones de una película que no ha sabido ponerlas en juego más que mediante el uso de la palabra. Puede que, escuchando la música, uno recuerde lo mucho que le queda aún a Paul Haggis para depositar por fin su confianza en las imágenes y en los sonidos; en aquello que hace cine al cine.