Para los espectadores contemporáneos, Locke podría ser algo así como la otra cara de Buried (Rodrigo Cortés, 2010), pues ambas transcurren en espacios cerrados como principal reclamo de sus propuestas. Sólo que, mientras Buried intentaba celebrar la idea misma, llamar la atención sobre su propia genialidad, Locke la utiliza para componer el retrato de un hombre bueno llevado a una situación límite. En otras palabras, mientras Buried hablaba de un hombre encerrado y de cómo iba a conseguir escapar, Locke habla de un hombre también atrapado pero no empujado a un estado primitivo, sino colocado en una encrucijada que pone a prueba su integridad.
Por eso habría que hablar de la película de Steven Knight como un filme superior, porque coloca el foco de atención en el hombre, en el personaje, y no en la idea del encierro como atracción de feria. Ivan Locke, el perfecto héroe, acaba de confesar un imperdonable adulterio y ahora comprueba cómo toda su vida se desmorona. Ocurre mientras conduce y habla con su esposa por teléfono. Su destino es acudir a tiempo al parto de la mujer a la que ha embarazado, a la vez que intenta mantener a flote su último gran proyecto laboral, que debería culminar a la mañana siguiente. Unas horas cruciales en las que todo un proyecto de vida pende de un hilo.
Steven Knight se apoya en la fuerza expresiva del montaje para intentar insuflar dinamismo a una historia que transcurre pegada exclusivamente al rostro de su protagonista mientras conduce. La carretera se funde, continuamente, con el primer plano del actor. La idea sirve como perfecto vehículo de lucimiento para Tom Hardy en su interpretación más completa, ayudada por un personaje escrito con brío y obligado a pasar por todos los estados anímicos posibles en una sola noche. Lo más hermoso de Locke no es contemplar el despliegue de un atrayente dispositivo formal, o el decisivo trabajo de fotografía de Haris Zambarloukos que hace posible este relato nocturno, ni tampoco las discutibles salidas de tono del film en las que el protagonista imagina hablar con su padre, sino admirar la manera en que se construye a un personaje principal de fuertes convicciones y se le pone a prueba en ese difícil contexto.
La película se sirve únicamente de conversaciones telefónicas alternas para hacer avanzar los tres grandes problemas que vertebran la trama (y la vida del protagonista). Curiosamente, y aún a pesar de estar inmerso en un trayecto contrarreloj, el movimiento constante del vehículo transporta la idea de encierro del personaje a otra dimensión. Ese movimiento aleja a la película del instrumento de tortura para poder centrar su atención en el ejercicio de superación personal que está teniendo lugar. En ese momento las formas revelan su particular acierto a la hora de representar el relato. Locke asume sus faltas y trata de hacer lo correcto, aunque sea en el último minuto, justo un segundo antes de que todo parezca perdido. Por eso la ficción necesita concluir antes de que amanezca y el protagonista deba enfrentarse, cara a cara, a los problemas con los que ha intentado lidiar desde la distancia.
En la última secuencia de la película, cuando la esperanza se ha desdibujado y hacer lo correcto no parece tener mucho sentido en un mundo dominado por el caos, Locke escucha al otro lado del teléfono una voz que no esperaba oír. Aquella nueva voz habla del futuro, de las repercusiones de lo que hacemos y de la necesidad de continuar hacia delante. No es casualidad que Locke construya edificios, es otra más de sus toscas metáforas, como también lo era hablar de la madurez atravesando una autopista donde no parece haber vuelta atrás. A pesar de sus profundas imperfecciones, mientras el viaje continúe, mientras crea en lo que hace, mientras se enfrente a sus errores, Ivan Locke seguirá siendo un espejo en el que mirarse.