Algo pasa en Hollywood (Barry Levinson, 2008)

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Después de ‘El Juego de Hollywood’, de Robert Altman, y de pequeños exponentes del género que sobresalen como piedras preciosas, es difícil evaluar otra película que hable del cine dentro del cine con la misma mordacidad y mirada cínica con que lo hizo el maestro.

Si bien ‘Algo pasa en Hollywood’ pertenece también a este tipo de cine, buceando en los entresijos y las miserias del proceso de rodaje industrial, y funciona además como una comedia por sí misma, está lejos de la densidad de discurso y profundidad en el uso del lenguaje de sus compañeras.

 

Barry Levinson propone, en su enésima película-protesta, un relato sobre los bajos fondos de la producción en Hollywood, retratando la figura del productor como una pobre marioneta en manos de estrellas de cine caprichosas, problemas matrimoniales y una supeditación a la demanda popular que ahogan todo lo artístico que pueda tener su trabajo.

 

Robert de Niro, en otra creación estupenda de un personaje indefenso ante las complicaciones de su vida, interpreta a un personaje pasivo, ese productor que navega a la deriva en la mezcla explosiva de los problemas de su trabajo y los de su vida personal.

 

Que un gran elenco del star-system se haya prestado a participar en la sátira no es nada nuevo. Que lo haga Sean Penn, sin embargo, una de las caras más reconocibles de la organización del festival de Cannes, tiene mucho de autosatisfecho. La mirada cínica se convierte de pronto en una autocomplaciente crítica que se queda siempre en la superficie y que evita comprometerse demasiado con lo que trata de reivindicar. Se trata pues de la crítica más políticamente correcta jamás vista.

 

La frescura de Levinson en la dirección y la genialidad de De Niro en su interpretación, junto a la viveza y fluidez de su guión impiden que la película se estanque aún cuando su punto de partida sea esa condescendencia ridícula a la crítica más evidente del sistema hollywoodiense.

 

Película menor, pero también altamente disfrutable. Su reducido metraje, su fluidez narrativa y un par de momentos brillantes la colocan junto a ese pequeño olimpo en el que el cine es capaz de dialogar consigo mismo y sacar de nuevo reflexiones interesantes.