Sucede a menudo. La cultura de un cine entendido como extensión de lo literario ha convertido las adaptaciones de novela en el más popular de los pasatiempos. Lejos de valorar la calidad de la película, el único juego que se nos permite es juzgar cuán cerca está de las intenciones originales del libro. Cualquier otra consideración debe desecharse.
Aquí la pirueta es aún mayor. Atiq Rahimi, escritor de la novela, adapta y dirige su propio texto para hacer posible esta película. Podría decirse que el resultado no está lejos de una obra teatral, cuya visión cinematográfica se circunscribe a los límites del teatro filmado. El trabajo con la cámara termina en el deseo de encuadrar lo mejor posible el trabajo de los actores. Se confunde esa tarea, meramente funcional, con el deseo de la narración cinematográfica. En el momento en que la imagen es ilustrativa pero nunca comunicante, La piedra de la paciencia se revela pronto como un simple texto recitado frente a una cámara.
Podría adscribirse la novela de Rahimi a ese tipo de relatos que se sostienen bajo una fantasía en forma de cuento infantil, que funciona como metáfora de lo que está ocurriendo en la realidad. En este caso, la piedra de la paciencia funciona recogiendo todos los secretos de su confesor hasta que, llena de palabras, explota y libera a la persona. A partir del mito, el autor coloca a un hombre en coma frente a una esposa que confiesa todos sus secretos, construyendo así un poderoso y conmovedor discurso de protesta en torno a la situación de la mujer en Afganistán.
Al filme le cuesta encontrar el clima en el que quiere situarse tras unos primeros minutos de metraje dubitativos, caóticos y faltos de personalidad. Una vez se revela el auténtico dispositivo de la película –la mujer que relata su vida frente al marido inconsciente, una voz que por fin sale a la luz– el conjunto sigue sin mostrar fuerza narrativa alguna: es el texto que recita la actriz lo que fortalece la película, y lo que verdaderamente importa en ella.
La piedra de la paciencia no sería posible sin su actriz principal ni su exquisita combinación de belleza, vulnerabilidad y fortaleza al mismo tiempo, con matices que cambian a partir de un único gesto, o por el poder de su mirada. Golshifeth Farahani convierte la película en un tour de force actoral gracias al espíritu de una presencia que es capaz de transmitir mejores ideas a través de sus miradas que del propio recitativo de su texto.
¿Herramientas suficientes para una buena película? Quizá la ausencia de un punto de vista interesante tras la cámara haya limitado sobremanera las posibilidades de un relato que, en otras manos, no se hubiese limitado a enunciar lo verbal, sino a transmitir la angustia de un pasado que aquí sólo se revela a través de las palabras. Se trata, tal vez, de una decisión que parece estar a caballo entre el ego autoral y la política de marketing: el autor de la novela que da el salto al cine adaptando su propio libro como reclamo definitivo. En ese sentido, Atiq Rahimi está mucho más cerca del modelo Federico Moccia que del auténtico cine.