La ópera prima de Mar Coll, que llegaba a la cartelera avalada por los premios a la dirección y a los actores principales, es un precioso testimonio de una cierta manera de hacer cine, y a la vez, de un cine que vive hoy en muchos autores con intensidad y que el gran público lamentablemente se pierde.
La directora, muy cercana en esencia al cine francés de la actualidad, elabora un cine de miradas intensas, de silencios, de gusto y afán por el detalle, de narración descarnada sin perder nunca la belleza estética y la perfección estilística. Tiene mucho de declaración ese personaje principal que regresa de Francia para relatar su historia en una Barcelona testigo de su drama personal que permanece oculto. El cine francés contemporáneo queda entonces evocado de una manera tan explícita como hermosa.
En Mar Coll se pueden leer fuertes resonancias de Olivier Assayas, pero también de su coetáneo Cesc Gay. La articulación de momentos muy condensados en el tiempo donde las emociones reprimidas se desatan en sus momentos finales resulta un tema central en la obra de los tres cineastas, si bien la directora novel aún tiene un largo camino por recorrer hasta llegar al nivel expositivo de los otros dos.
En gran medida, esa inexperiencia trae buena parte de los errores donde el filme se pierde y navega a la deriva hasta volver a encauzarse a través de la estructura en forma de embudo del relato. Mar sabe que su cine debe basarse en la fijación por el detalle, en las cadencias y los tiempos lentos, en unos encuadres ricos en elementos donde poder paladear el tiempo y la forma, en su preciosa fotografía. Sin embargo se equivoca aún en dónde colocar la cámara, y en qué momento hacerlo. La experiencia resulta forzada y pretenciosa por momentos.
Que la actriz principal (también premiada en Málaga) sea la adecuada para el personaje de Lea, o que la creación de Eduard Fernández encaje perfectamente con la forma de ser del suyo, son cuestiones secundarias y subjetivas que no entorpecen ni se superponen nunca al relato.
Lo importante es ver el retrato de la burguesía catalana contado a través de la mirada de los más jóvenes de la familia, admirar su descontento y ver cómo son testigos de las incoherencias y sinsentidos a los que están acostumbrados los más mayores.
Infancia y madurez, la muerte y el paso del tiempo, la unión familiar y el sentido vital son convocados uno a uno a través de las escenas de la película, normalmente con pinceladas poco firmes y no siempre acertadas.
El guión trata de hablar de muchas cosas, y de gran calado, y la manera de dirección quiere hacerlo de un modo muy pausado. El embudo ya mencionado termina por apresurar la trama, condensarla del todo y empujarla a una resolución fácil donde todos los hilos narrativos quedan cerrados con demasiada facilidad.
Una obra firme, emocionante, inspiradora, quizás no del todo bien construida, que se cierra desmesurada y conscientemente a una narración de lo local, de su contexto más cercano, y olvida que la película atesora un discurso universal. Ese localismo y la falta de firmeza y valentía a la hora de abordar algunos de los momentos más importantes diluyen en gran medida el resultado final, pero no son suficientes para que la primera película de la directora apunte un gran interés sobre los caminos que tomará su futura filmografía.