En el imaginario colectivo español, Alejandro Amenábar ocupa un puesto de excepción al ser considerado uno de los mayores autores de nuestra cinematografía contemporánea. El éxito mediático y de taquilla de sus cuatro anteriores obras dejan en evidencia la importancia de su discurrir autoral para la industria, y el soporte de ésta hacia su trabajo no es meramente simbólico. Cada nuevo trabajo del español es, por tanto, tan esperado en la taquilla como polémico en la elección de sus temas.
Consciente de ese poder de influencia, de su enorme capacidad de oratoria a través de su cine, Amenábar se atreve aquí, en su quinta película, a expresar definitivamente un punto de vista. Sus obsesiones y sus trucos de magia sobre el terror y el suspense han terminado. Ya no es un niño que juega a hacer una película de fantasmas, ni se encuentra en la cima de sus pretensiones artísticas al tratar de rodar un testamento sobre la muerte.
El director se atreve a trazar un relato sobre el poder de la religión y la caída de una civilización con la intención expresa de inducir una idea muy clara en la mente del espectador. Esa creación de opinión, ese aprovechamiento del espectador medio para tratar de extender las propias ideas de uno, que además están poco fundadas, resulta poco menos que una impostura, a falta de llamarla de otro modo más justo.
El argumento de Ágora es pues una mera falacia fantástica sobre el conflicto entre cristianos, judíos y paganos en la Roma antigua al servicio de una idea concreta: ninguna religión es en esencia útil ni verdadera para el ser humano. La destrucción de la Biblioteca de Alejandría en mitad de ese encuentro ayuda a dimensionar la magnitud de la propuesta y su pretensión de epopeya mayúscula.
Lo que enseguida cae por su propio peso es la estética del filme, aspecto tan irónicamente cuidado por el autor. El aspecto desbordante de la producción, un punto negro constante en la filmografía del realizador español, muestra siempre en primer plano a cantidades ingentes de extras que se convierten en narradores involuntarios de la verdadera historia (el paso a otro orden, a otro estado de las cosas) y la película toma finalmente el rostro despistado e inexpresivo de éstos.
La mala actuación y la falta de capacidad de dirección de tantos efectivos acaban por ahogar la película en sí misma. Lo que queda son rostros desorientados, que no conocen realmente su tarea en la película salvo la de llevar unas vestiduras de la época. Es en esos rostros banales donde la película empieza a perder toda su identidad.
Desborde también de la música de un vacío Dario Marianelli, aunque esto es un hecho ya ampliamente conocido. La incapacidad de Amenábar de controlar y reconducir la banda sonora hasta que llegue a aportar algún sentido a la historia más allá del meramente acompañante de las imágenes y del silencio resulta apabullante. Cabe preguntarse por fin sobre la verdadera habilidad del realizador sobre la música, disciplina sobre la que él mismo había trabajado en sus anteriores filmes. Capacidad para hacer la música y capacidad para hacer música adecuada en el momento adecuado, son cosas muy diferentes, y el director no sabe controlarla ni cuando la toca él, ni cuando la compone Marianelli.
Las dotes de gran director parecen verse muy superadas, ahogadas ante una producción de esta magnitud, que acaba refugiándose en las escenas en las que los diálogos íntimos permiten cierta soltura en los actores principales, y el interés absorbente de las elucubraciones cósmicas de Hypatia se convierten entonces en el único aliciente que mantiene viva la película a lo largo de su absurdo metraje. Que sólo Rachel Welsz ofrezca una buena interpretación vuelve a hablar muy poco a favor de Amenábar.
Cabe preguntarse también, en una más de las incoherencias y las trampas abundantes del director en un producto más cercano al funambulismo que al propio cine al valorar todas sus licencias y engaños, por qué Amenábar otorga una vacuidad absoluta a la religión por tratarse de una cuestión en la que el empirismo resulta imposible de aplicar y se abraza a la ciencia como única religión posible, para luego otorgarles a todos sus personajes principales una religión aún más verdadera y de la que son claramente incapaces de evitar: el amor, ese sentimiento tan imposible de explicar, de descifrar y de racionalizar empíricamente.
Queda aún más clara la impostura de un relato banal, ahogado en sí mismo y en sus propias incoherencias, en sus propias ínfulas de superioridad, en el lamentable acabado de producción televisiva que no sabe aprovechar los recursos visuales a los que tiene acceso y que recurre más de una vez a los mismos elementos (planos cenitales, imágenes elevadas, largos travellings sobre la ciudad) que, por repetitivos, pierden todo su efecto (un espectacular zoom que va desde el espacio exterior hasta la ciudad, en un acercamiento ininterrumpido y continuado, que se revela cansino y estéril cuando vuelve a repetirse)
En su nueva obra, el director recae en lo que siempre ha acusado su cine y lo que impide a su filmografía ser del todo adulta: la sensación de un cine que encuentra una premisa brillante y que desea explotarla tanto que no se detiene a pensar en las imposturas, en los engaños, en la ingenuidad narrativa, en las incoherencias en las que cae el relato para poder conseguirlo.
Despojada incluso de una premisa brillante, relegada a una historia de romanos sin mayor interés que los breves momentos de exhibición actoral de una actriz inmaculada que no encuentra un director a su altura, Ágora se revela finalmente como un objeto inerte capaz de revelar una sola verdad: que se trata de la peor película de Amenábar.