En el epílogo de Magnolia (1999), uno de los múltiples personajes que poblaban aquel monumental guión exclama, desesperado, a otro de ellos: “Tengo mucho amor que dar, pero no sé dónde colocarlo”. Puede que sea esa la frase que define su filmografía, más incluso que la recurrente relación entre padre e hijo con que ha estructurado la mayoría de sus relatos. Porque la relación paterno filial se antoja más un simple recurso en el que desembocan todas sus historias de manera natural y nada obsesiva, con el que Anderson se siente cómodo, pero sin embargo el discurso de la búsqueda del amor, del deseo de pertenencia, de la redención y del camino a la deriva como motores narrativos están siempre presentes por encima de su armazón argumental y de las relaciones de parentesco entre los personajes.
Lo que aquí acontece es, nuevamente, la búsqueda que acomete el individuo por encontrar su lugar en el mundo, aquel lugar en el que poder colocar su afecto, el lugar al que sentirse vinculado. Y Anderson parte del escenario de la guerra, aquel lugar que hace huérfanos a todos los hombres, para entender la esencia del conflicto. No habla tanto del trauma de un país, como ha querido simplificarse erróneamente el esquivo relato del realizador, como de la preparación hacia un escenario que posibilite un panorama desierto y desolador, aquel en el que el tiempo se detiene y las vidas de los individuos ya no importan. Por tanto no se trata de una metáfora grandilocuente sobre el estado de la nación, sino de una historia que atañe al hombre y a su eterna búsqueda de la felicidad. He ahí la auténtica guerra.
Las películas de Anderson tienen un marcado sentido de lo visual. Las imágenes no pueden evitar ser ásperas, fascinantes, sólidas y poéticas al mismo tiempo. En ellas hay poesía y hay caos conviviendo en igual proporción porque su autor filma, y ha filmado siempre, con una pasión desmedida y con absoluta entrega. Es imposible concebir otro plano que no haya sido filmado tal y como ocurre aquí. Su planificación no sólo es perfecta en términos narrativos, también en las sensaciones que emanan. Ese caótico conjunto de ideas que resuenan al unísono en la imagen, esa desbordante sensación de densidad, se revela como la única manera posible de enfrentarse a un relato como este. Cualquier otra manera de aproximarse hubiese revelado sus fisuras. De ahí el talento narrativo de su creador.
Freddie, el desventurado protagonista de The Master vive, en la culpabilidad de la guerra y en la imposibilidad de recuperar su vida pasada, la manera de no encontrar el perdón. No es casualidad que, mientras le persiguen creyendo que se trata de un maleante, un hermoso travelling le acompañe mientras huye hacia la izquierda del cuadro. Un desplazamiento nada banal, como entenderemos conforme avanza la película.
Otro hermoso y premonitorio travelling es el que describe la manera en la que Freddie se encuentra con alguien cuya relación cambiará por completo su forma de ver el mundo. El descenso a los infiernos para poder encontrar a otra alma atormentada. Freddie descubre en Lancaster Dodd a aquella persona que por fin le acepta y que le permite entregar su necesidad de afecto. Lancaster lo adopta en su pequeña comunidad, lo que permite iniciar una nueva exploración de las relaciones entre padre e hijo vistas desde un contexto diferente. El hombre es, en realidad, el fundador de La Causa, una organización de trasfondo religioso. Algunos quieren ver, de nuevo erróneamente y simplificando el relato, una película que narra la historia de la Cienciología, cuando en realidad sólo parte de aquella referencia como manera de acercarse al reverso con el que nuestro protagonista se enfrenta a la vida.
Porque mientras una se basa en caminar hacia delante, en atravesar todo aquello que se encuentra a su paso con el deseo de alcanzar una meta inexistente, la otra propone la vuelta atrás, la mirada al pasado, la introspección y la hipnosis como manera de entender el sentido de cuanto hacemos. De ahí que Anderson sitúe a su personaje en una habitación en la que deambula de una pared a otra con los ojos cerrados, incapaz de ver hacia dónde va. Y de ahí que, en la escena más emocionante, abstracta y poética de toda la película, Lancaster proponga una travesía en moto a través del desierto como manera de despojarse de todos los miedos. Lancaster proyecta su carrera hacia la izquierda del cuadro, como hacía Freddie cuando huía de sus perseguidores. Es decir, la constante huida como manera de sobrevivir. Freddie, sin embargo, se proyecta esta vez hacia la derecha. La vuelta al origen. Para sobrevivir a sí mismo, el personaje debe volver allá de donde viene y conseguir entender quién es.
The Master es una película compleja, en la que cada primer plano supone una lucha interna, que habla de muchos temas al unísono y que no tiene miedo de abarcarlos a todos. Su trazo está tan bien perfilado que es, de sobra, capaz de hacerlo. Es difícil asumir todos sus elementos en un primer encuentro. Las digresiones de una banda sonora atonal hacen pensar en una constante mirada hacia el futuro, como los anhelos de sus protagonistas. La cruda fotografía, que presenta a veces notables problemas de enfoque, parece asemejarse en lo posible al ojo humano, que intenta avistar aquello que llama su atención. Los rostros se emborronan al moverse, los espacios tapan la visión, las cárceles se convierten en metáfora de los cuerpos: auténticas prisiones del alma.
En su travesía como autor, Anderson ha terminado despojándose de todas aquellas referencias con las que parecía sencillo, y recurrente, etiquetarlo. Si en Boogie Nights (1997) o Magnolia (1999) podía encontrarse el refinamiento de un cierto estilo americano impuesto por Martin Scorsese, o en Pozos de ambición (2007) podían percibirse las simetrías de un Kubrick que no se limitaba únicamente al sentido visual, The Master supone la emancipación absoluta de su creador al respecto de sus influencias más inmediatas. Ya ninguna de sus películas se parecerá a la anterior. ¿No debería ser ese el sueño sincero de todo cineasta? Si ha terminado asemejándose más al último Malick es porque ambos buscan, en esencia, las mismas cosas bajo verbos diferentes. Como en uno más de sus relatos, el hijo pródigo ha dejado de ser hijo bastardo del cine. Se ha convertido, por fin, en su padre.