Las últimas películas de Nanni Moretti versan todas acerca del lado psicológico del hombre. Más aún, la filmografía por entero del director italiano se ha movido siempre en torno a la condición humana. He ahí su motivación y su alimento.
Esa carrera del cineasta ha incrementado sus ambiciones conforme se volvía más importante, más celebrada, y también más madura. Por ello no es de extrañar que Moretti haya escogido como grandilocuente escenario los entresijos de la elección del Papa como marco de una ficción que ya no soporta los escenarios pequeños. ¿Cómo puede un cine que nació de los gestos y de la lucha con lo cotidiano haber sido desterrado de su lugar de origen?
En ese camino el director, que no concibe su cine sin la escritura del guión y la interpretación personal del papel principal, ha ido incrementando la ironía que manejan sus historias hasta convertirse casi en co-protagonistas de unas películas que finalmente encuentran su discurso en una mescolanza de las inquietudes de su autor, su tono condescendiente con un público que ya sabe lo que va a encontrarse, y las dosis justas de realismo e idealismo propias del irredento soñador comprometido con su realidad que es Nanni Moretti.
Por encima de los pequeños temas tratados aquí a modo de satélites, gira el más fundamental de todos: el de la depresión de un hombre que no puede permitirse tal estado. El nuevo Papa es escogido en el cónclave y, abrumado por la responsabilidad del cargo, huye despavorido incapaz de aceptar sus funciones. La comedia está servida, pues la película aprovecha para retratar con displicente humor todo lo que ocurre alrededor del despropósito. Y al mismo tiempo está servido el drama, pues al mismo tiempo que lo insólito invita a la carcajada, deambula en las calles un hombre que no consigue reencontrarse consigo mismo.
Parece mucho más diluida la mano narrativa aquí de Moretti, especialmente en la elección de los planos, que se vuelven sospechosamente anodinos hasta rayar lo televisivo, propio de la puesta en escena italiana contemporánea, más preocupada en mostrar que en contar. Quizás influya sobremanera el tema escogido por su autor, muy susceptible de interpretaciones y censuras que se traduzcan en mala prensa para una película que vive de la condescendencia con el espectador medio.
Y esa continua corrección es el mayor obstáculo del filme, la barrera insalvable que impide que el relato despegue del todo. Contención argumental, timidez narrativa, un humor demasiado comedido y ausencia absoluta de respuestas. Todo queda apuntado, nunca resuelto, como si Moretti hubiese encontrado en la ligereza el tono perfecto para acercarse a narrar su mensaje de una manera acertada.
Pero si en La habitación del hijo (2001) la ligereza se convertía en bendita sencillez, aquí se traduce en inoportuna vacuidad, en falsa madurez, o cuando menos fallida. Por mucho que su planteamiento sea sumamente inteligente, bien es cierto que ni su desarrollo ni su resolución son valientes. Consecuentes, sí, pero en absoluto arriesgadas. La película se olvida del todo de remover conciencias y termina pareciéndose más a la fórmula propia del autor célebre que desea entregar una obra que caiga en gracia, como si el verdadero objetivo hubiese sido el de no molestar a nadie.