No es ninguna novedad que nuestro convulso presente se sirva de las fábulas que ignoró en su momento para construir las ficciones apocalípticas que inundan los argumentos de las películas de nuestros días. Casi como lo que hacía la censura española con el neorrealismo italiano, colocando una voz en off que dulcificaba los finales amargos, el cine se encargó de rubricar con un final inequívocamente feliz las oscuras moralejas de aquellos cuentos que nos avisaban de lo que estaba por venir. El Lorax es una de ellas.
La película de animación se convierte en una víctima de las supuestas exigencias del mercado infantil, o dicho de otro modo, se adapta a lo que la Universal cree que es el mejor idioma para conquistar a los niños. Bajo este enfoque, se acabó la calidad literaria del cuento y se terminó la riqueza de su lenguaje. En su lugar sólo hay zafias expresiones de mediocre construcción. Puede que la calidad de la película se pueda evaluar del todo con respecto a aquello que añade al cuento original, que coincide justamente con los fragmentos más triviales del filme.
En otras palabras, estamos ante un hermoso cuento infantil, una fábula sobre el amor y respeto al medio ambiente, convertida en un espectáculo palomitero que toma lo anodino por bandera. Alguien debió pensar que sería una mejor película si, a la hora de adaptarla, se tomaba a su público por tonto, cuando cualquier autor solvente sabe en realidad que los niños son quienes mejor absorben las herramientas narrativas del cine.
En cuanto se aprecia la baja estirpe de un guión que busca siempre plegarse a decisiones convencionales creyendo que garantiza mejor así su supervivencia, todo lo demás se convierte en una cuesta abajo. Lo único a lo que aferrarse como espectador termina siendo el suntuoso colorido que se ha aplicado a su universo geográfico, y la ternura que desprenden las numerosas criaturas del bosque. Lo demás suena tan artificial como el irritante histrionismo al que están sujetos los personajes de la función.
El Lorax podría haber sido así una adaptación insustancial que pasara por la pantalla sin pena ni gloria, generando un necesario debate. ¿Es permisible que el cine de nuestro tiempo se sirva de grandes fábulas para generar películas fallidas? ¿Y hasta dónde llega nuestra permisividad, como espectadores, hacia las fisuras de un producto sólo por estar dirigido a un público infantil? Ahí podría quedar la retórica. Pero su condición de producto comercial diseñado para hacer taquilla a cualquier precio aún le hace escalar un peldaño más en cuanto a su descarada falta de espíritu. La película integra unos pocos números musicales durante la trama de una manera forzada e impostada.
No es una película de animación concebida como un musical, ni mucho menos, sino de una decisión artificial con la que poder rellenar espacios, tapar fisuras y alargar el metraje hasta conformar una duración aceptable. Lo más gracioso es que sus temas rebosan calidad, dentro de su almidonado estilo. Lo que evidencia la estrategia impostora no es la música, sino lo innecesario de su existencia en el desarrollo de la película. Cuídalo, repite con insistencia el último número musical de la película y también la canción que acompaña los créditos finales. En este caso, una palabra vale más que mil imágenes.