Han pasado tres años desde que Tomas Alfredson rodara la imponente Déjame entrar, pequeña, majestuosa y alucinada película que fundía la película de terror tradicional con otros géneros con una facilidad sorprendente y con el abrumador encanto del auténtico genio, a través de pinceladas sencillas pero estudiadas con una precisión poco usual.
Entonces, el director sueco sale de su país natal y se pone al frente de una película de grandes presupuestos, movido por el éxito de aquella, cercano a la sensibilidad de un cierto cine comercial inteligente y deseoso de poder concebir unas ficciones que le permitan cada vez mayores dimensiones.
Puede que el realizador no haya tenido nunca tanta suerte en su carrera como en el momento presente, en el que se encuentra con la adaptación de la novela Calderero, sastre, soldado, espía de John Le Carré, en tanto que se acerca tanto a su manera de entender y contar las historias que casi pareciera escrita por él mismo.
Tomas Alfredson es un maestro cuando se trata de hablar del pasado. Puede que ningún cineasta vivo como él sepa filmar los momentos en los que todo ha ocurrido ya, con esa atmósfera cargada que dejan las grandes acciones, como si aún pudiese olerse el aroma a pólvora después de un disparo, o la reverberación de los gritos que aún temblase contra las paredes vacías.
Por eso su cámara empieza a rodar siempre justo después, permitiéndose unas elipsis tan grandes que escamotea continua y obsesivamente los instantes importantes y sólo registran su rastro. Un rastro que se filma con tal intensidad, tan pausadamente y con tal devoción por el detalle que la pasión de los tiempos muertos devora toda la trascendencia que pudiera tener ese pasado que nos niega su imagen.
Y por ese motivo la novela que aquí se adapta bien podría haber sido escrita por la pluma del propio Alfredson, porque su trama necesita viajar constantemente al pasado y estructurarse en forma de flashbacks de una manera casi obsesiva, y porque su protagonista sólo puede seguir la huella de aquello que ya ha acontecido. Tesoro en forma de guión para un autor que encuentra en el acto de reconstruir ficciones su mayor pasión.
Es entonces cuando este relato, en el que un miembro del servicio secreto británico a punto de retirarse trata de averiguar si existe realmente un infiltrado en la cúpula, encuentra sus mejores momentos precisamente en aquello que no muestra, en todo aquello que nos obliga a reconstruir porque nos hace llegar siempre tarde en el espacio y en el tiempo.
En esa decisión narrativa el autor asume una colección de arriesgadas consecuencias. El frío invernal no proviene de su estética, ni de sus localizaciones, sino de una cierta distancia tomada con sus personajes que se convierte en una barrera emocional, justo en un relato cuyo epicentro termina hablando de sentimientos verdaderos. Frío en tanto que se ruedan hechos dramáticos para los protagonistas bajo un planteamiento estético que sacrifica todo sentimiento de empatía con aquellos a los que retrata.
Puede que con esta nueva muestra del talento inabarcable de Alfredson para la dirección, se evidencie del todo la limitación que supone su obsesión por representar una época, y cómo en ese ejercicio de representación perfecta la propia historia acaba desdibujada. Ya sea recreando los años ochenta, como ocurría en Déjame entrar, o sublimando esa idea con la insuperable labor de resucitar espíritu y ambiente de la Guerra Fría, parece importar más el contexto que el relato, o al menos las imágenes se pliegan más al fondo nostálgico de resucitar una época que de ofrecer una narración. Imágenes con la constante obligación de aparentar inteligencia.
La dirección no es la única razón para admirar una película como El topo. Si ocurre algo remarcable aquí es el festín actoral que se propone, desde el papel principal de Gary Oldman hasta el resto de un reparto lleno de grandes nombres que poco tienen que envidiar a su protagonista. La creación de Oldman es soberbia, pero impacta aún más el hecho de encontrarnos, por fin, ante la oportunidad que se le brinda al actor de desplegar todo su talento. No se trata de que sea éste un papel sobresaliente, se trata de que Gary Oldman siempre lo ha sido.
Pero a Tomas Alfredson no le interesa el presente, sino el pasado. O al menos, sólo le interesa el presente en tanto que le ofrece la oportunidad de recoger las resonancias que deja el pasado. Es por ello por lo que los momentos de la película que sí ocurren en el momento presente y de los que sí somos testigos, apenas tienen un atisbo de intensidad, apenas consiguen acercarse a conmovernos de una u otra forma. Son sólo ecos, fantasmas a los que escuchamos como si se tratase de voces en la lejanía.
La sublimación de una cierta filosofía narrativa no acaba conduciendo a la perfección artística, sino a la nada. El realizador no busca una evolución en su manera de contar las cosas, sino de sintetizarlas, de hacerlas cada vez más evidentes, menos funcionales. En esa búsqueda de perfeccionar el estilo acaba perdida su propia identidad. Tal y como ocurre en la historia, lo importante no es descubrir quién no está diciendo la verdad. Lo importante es descubrir que ya nada lleva consigo el valor de la verdad.