Érase una vez un creador de sueños imposibles e idealistas. Andrew Niccol, involucrado siempre en la gran industria en labores de producción, y asomando en ocasiones la cabeza como autor para contar siempre la misma historia. Lo hizo al escribir el guión de El show de Truman y lo confirmó del todo al escribir y dirigir su primera película, Gattaca: su cine sería para siempre el de las fábulas simplistas que intentan hablar con ingenuidad sobre el presente.
En ese mundo, la nostalgia ha sido siempre el clima imperante. La melancolía, no exenta nunca de cierta angustia por los problemas de un mundo que parece vivir continuamente al límite. Y en ese universo imaginario, los coches pertenecen a épocas pasadas y los detectives vuelven a poblar las calles. La anacronía estética y el moderado uso de los filtros condicionan del todo una propuesta visual más compleja de lo que pudiera parecer, que descree al primer plano como narrador de historias contemporáneas y que confía en el plano general como símbolo del constante avance del ser humano y de la universalidad de sus planteamientos. Ahí está el que quizás sea el mejor operador del mundo, Roger Deakins, al frente de una nueva pirueta artística con guión para todos los públicos.
Pues también se trata de eso, del reto de hacer llegar el mismo relato a todos los públicos posibles, sin por ello plegarse del todo a los moldes del cine de género. Ver una obra de Andrew Niccol bajo el fácil prejuicio de ser una película tonta es un error imperdonable. La sensibilidad especial del autor, su entrañable idealismo y su evidente ingenuidad están presentes allá donde en otros filmes convencionales no hay nada.
Niccol vuelve al futuro para contar una parábola acerca del mundo presente. En ella, el tiempo se convierte en moneda de cambio. A partir de los veinticinco años el ser humano se vuelve inmortal, condenado por el contrario a vivir una constante cuenta atrás que se salda a través de sus horas de trabajo o del comercio con otras personas. El guionista simplifica las complejidades del mercado financiero y el capitalismo a una sola moneda, a un solo bien escaso y valioso que no es otro que la propia vida. Una metáfora que nos habla por enésima vez de la necesidad de un cambio.
En toda la filmografía de Andrew Niccol, nunca ha existido un verdadero desarrollo de personajes, pues a pesar de sus datos biográficos carecen de emociones y de alma, motivados a moverse sólo por las circunstancias de su historia. Los personajes del realizador son siempre seres sin rostro, que descubren el significado del bien y el mal durante el transcurso de un relato que les empuja a encontrarse con su verdadera identidad.
In Time no renuncia nunca a las persecuciones, a los tiroteos, a las tramas detectivescas previsibles y a las resoluciones más fáciles posibles. No deja de ser un cine de la ingenuidad, pero tomado siempre de una manera entrañable, nunca pretenciosa. La película no desea nunca ser más de lo que ya es, un mero entretenimiento, y en sus imágenes hay tanto un deseo de sinceridad como de seriedad al contar un relato imposible. Puede que nadie crea más sus ficciones que el propio Niccol.
Las tracerías de la película se vuelven aparatosas casi desde su comienzo en tanto que todo lo que ocurre tiene que ver con el reloj vital de sus personajes. Parece que casi cualquier comentario que salga de la boca de los protagonistas implique un inserto de sus relojes, implantados en el brazo, para contemplar los cambios que acontecen en ellos. Ese recurso constante e insistente frena el relato en numerosas ocasiones, obligado siempre a explicar con precisión las consecuencias que tiene cada acto en el tiempo que queda por vivir.
La relación entre los actores no es del todo lamentable como podría suponerse al conocer el plantel. Justin Timberlake continúa demostrando que es capaz de adaptarse a cualquier tipo de papel sin desentonar demasiado. Amanda Seyfried sin embargo evidencia con cada película que la cámara adora fotografiarla, pero que su capacidad actoral es más que limitada y aquí goza de buenas oportunidades para derrochar esa sensación de una manera preocupante. Desaparece en cuanto comparte plano con alguien. La sensación que queda es que su pareja de actores convierten el tono de la película en algo aún menor de lo que sus pretensiones ya anunciaban.
Nada está dejado al azar en In Time, nada ocurre por casualidad. Conocer que el cine de Andrew Niccol respira una permanente y necesaria ingenuidad es clave para penetrar en el relato de manera auténtica y no rechazarlo únicamente por su áspera superficie. En la melancólica música de Craig Amstrong quizás se encuentre la pista definitiva. Niccol ya no siente que pueda avanzar al ritmo con que el mundo progresa. Se ha atrevido a contarnos de nuevo la misma historia con un disfraz diferente sólo para recordarnos que aún, y ahora más que nunca, la esperanza en el ser humano sigue teniendo sentido.