Hay un director francés que no cesa en la búsqueda de un lenguaje contemporáneo para contar grandes historias, relatos que también suelen hablar de la búsqueda de uno mismo. En esa búsqueda, Olivier Assayas encuentra su obra maestra, un ejercicio de contención, puesta en escena, refinamiento absoluto, de control narrativo y de cadencia cinematográfica, abandonando los procedimientos acostumbrados a los que se había acercado a la hora de abordar sus propias ficciones.
Para valorar y apreciar del todo Las horas del verano hace falta conocer un poco de arte. No sólo de la historia del arte para entender el valor histórico y estético de aquellos objetos de los que una familia burguesa se desprende, que también, sino para poder abarcar con la mirada cómo todas las disciplinas artísticas se encuentran aquí para crear un relato universal, cómo todas han sido convocadas para construir una narración más grande que ellas mismas y que parece hablar de la vida misma con total naturalidad.Hace falta conocer la pintura para saber adentrarse en ella, el valor de unos cuadernos de esbozos o de un boceto original. Conocer la escultura y apreciar la cualidad artística y el diseño de los muebles, las diferentes piezas de cristalería y las vajillas…
El ejercicio de contención de Assayas es llevado al límite con exhuberante precisión, olvidando su manera ya clásica de rodar, cámara en mano y con el plano secuencia como herramienta. Aquí la cámara es mucho más fluida, más displicente, como si durante el resto de la película, quien filma y observa sea la desaparecida madre de los chicos y no el propio director, en una experiencia de comunión familiar espiritual que va más allá de los hechos que acontecen en la pura imagen.
El tempo no es aletargado, sino comedido, buscando la naturalidad, el enfoque cotidiano, la luminosidad de las interpretaciones y la sensación de inevitabilidad de todo cuando sucede, como de un proceso destinado a ocurrir en medio de la desidia y del desconcierto de quienes lo sufren. Maravilloso reparto coral para un guión absolutamente exquisito, en el que existe un momento brillante para cada personaje, para cada actor, y donde el trabajo para compensar a cada uno de ellos en el marco de la historia resulta una clase magistral de escritura.
Maravillosa estética, imbuida en ese gusto por lo exquisito y contenida tanto como la dirección de su autor, donde cada decisión de puesta en escena y de cámara resultan acertadas, refrescantes, estimulantes y llenas de significado. Procedimientos clásicos que reciben un tratamiento sofisticado y pleno de contemporaneidad, que embellecen todo cuanto relatan y que ayuda a añadirle el peso dramático a esa presencia del destino, de hecho inevitable que parece tener la cotidianidad que acontece.
Las horas del verano reúne a tres generaciones diferentes de una misma familia, y los enfrenta a la desapareción del miembro más anciano y querido entre todos ellos, mostrando cómo las decisiones que toman los mayores debe ser asumida por ellos, tratada por sus hijos, y sufrida por sus nietos. El discurso narrativo y el peso que la película otorga a los objetos de la casa que va a ser vendida, y con ella los recuerdos y el enorme valor sentimental de quienes la ocuparon, es quizás el mayor logro de Assayas como director. La transmisión de esa pérdida a través de objetos que parecen cobrar vida al tomar valor sentimental.
Y en ese momento, no identificarse con el relato es imposible. Imposible no verse en esos tres momentos, esos tres estados, de una u otra forma. La decisión, la gestión y el sufrimiento de las cosas perdidas, y Assayas consigue la empatía del espectador con cada personaje, con cada una de las situaciones realistas que viven y que les empuja a tomar tristes y drásticas decisiones que aparentemente los aleja de su infancia y de su mundo primigenio y por el cual se sienten traidores a todas aquellas cosas que amaban.
En definitiva, la película tiene menos que ver con un proceso de desintegración de la burguesía francesa que con la vida misma, con un proceso que vive cualquier familia del primer mundo. Un discurso que se torna universal y del que Assayas es principal artífice, secundado por unos actores que responden a la perfección las intenciones del autor. Una pequeña obra maestra contada con brillantez que se acerca al gran cine clásico y que supera sobremanera las sencillas pretensiones de su director.