Para Almodóvar, el pasado es el único presente que existe. Todas las acciones de sus personajes han estado siempre condicionadas por un pasado que no se nos muestra hasta que llega el momento de una revelación, filmada más como un exorcismo que como una mera confesión, ya sea bajo la única luz de una farola, como en Volver, o como frente a una hoguera, como ocurre aquí.
Es esta la primera película de un nuevo Almodóvar. Lo venía anunciando desde hacía unos años, cuando firmó el epitafio de su anterior cine en Volver y mostró sus deseos de convertirse en nuevo cineasta con una perfecta e incomprendida Los abrazos rotos.
Es esta, también, la película de un nuevo autor en proceso aún embrionario, tratando de descubrir sus nuevas herramientas casi al mismo tiempo que filma. Ya no le interesan los planos de largo recorrido ni la puesta en escena coral, sino los perfiles y la atención obsesiva hacia el encuadre y hacia los elementos que en él aparecen.
Es esta una obra adaptada de un material literario, prueba definitiva del nuevo Almodóvar. Si todo nacía antes de su pluma, ahora el origen es ajeno y sólo la transformación es personal. Hitchcock queda evocado tanto como un sinfín de los referentes que dieron identidad al cine negro, pero la mezcla de su anterior estilo con el deseo de filmar con una mirada nueva lo convierten ahora en un autor imposible de descifrar por el momento.
Para Almodóvar, el pasado es esclavizador. El futuro, redentor. Quizás por ello no conciba su nueva película sin uno de sus recursos predilectos para narrar historias, porque estas siempre vuelven atrás. El flashback aparece de repente como un recurso impostado y se adueñará para siempre de toda la narración. ¿Podría concebir Almodóvar, el nuevo o el antiguo, una película lineal? Parece imposible. Que su eterno flashback le reste fuerza o no a la película se antoja un debate eterno.
En lo que no deja Almodóvar de parecerse a sí mismo es en esa habilidad para construir un relato creíble cuando todos sus elementos son absolutamente ridículos sacados de contexto. El genio del autor para hacer convivir lo terrorífico con lo patético, lo monstruoso con lo risible, otorga una textura única a una película única.
Esa textura no sería la misma sin la partitura de Alberto Iglesias. Con un solo acorde arpegiado crea una banda sonora eterna llamada a convertirse un clásico de la música española para el cine. El compositor, cuyo genio no parece nunca ser valorado del todo, firma la que quizás sea la mejor obra para una película del realizador manchego, en tanto que sus temas no sólo son memorables sino que se pliegan a las imágenes como si hubiesen pertenecido siempre a ellas.
El personaje de Antonio Banderas tiene la suficiente fuerza y el empuje necesarios para que los tics acostumbrados en la interpretación del actor no se apoderen de su apariencia, aunque como de costumbre en el director, es el personaje femenino quien aparece homenajeado. En La piel que habito, Elena Anaya hace su mejor papel y también su mejor interpretación, con mucha diferencia. Hermosa, apasionada y entregada, con unos ojos expresivos y desesperados en los que descansa toda la película.
Queda por descubrir hasta dónde puede llegar una película difícil y llena de aristas pero que crece con fuerza en la memoria conforme pasa el tiempo. Es la nueva obra maestra de un autor que domina el medio como pocos pero que se encuentra aún en proceso de reinventarse. En ese apasionante proceso se encuentran todos los defectos y virtudes de La piel que habito.
Queda también la bofetada emocional que supone una película redonda, hecha con mimo, con especial atención al detalle, a una puesta en escena recién nacida, a la genialidad de la labor de iluminación de Jose Luis Alcaine y al poder de unas imágenes que quedan clavadas en la retina como punzantes joyas que tienen tanto de hermoso como de doloroso contenido en ellas.
Hasta dónde puede llegar el amor de un loco, dice Marisa Paredes en el momento de la confesión. Esa pregunta se convierte entonces en epicentro de la película. La piel que habito es capaz de hablar de la obsesión, de la fuerza impulsora del amor infinito, de la búsqueda de la perfección estética, de los monstruos que son creados por ella y que acaban enamorados de sí mismos, pero sobre todo habla de la imposibilidad de volver al pasado.
El futuro pasa por enfrentarse a ese pasado, y Almodóvar lo hace a través de una máscara que pronto se revela como una auténtica crisálida. Cuando termina la película la confusión aún es grande, la insatisfacción es latente, pero la sensación de haber visto una gran obra también están presentes. Salir agotados de la sala de proyección sin saber aún del todo lo que hemos visto, ni cómo nos afectará en los próximos días en que las imágenes de la película permanecerán sin remedio en nuestra memoria. ¿No es esa acaso la mejor sensación que puede brindar el cine?