Desde el comienzo, donde una enorme foto de satélite se acerca al planeta hasta llegar al salón de un despacho, lo que podría entenderse como una visión microscópica del mundo, los hermanos Coen ponen sobre la mesa el mensaje de su nueva propuesta.
Esa visión microscópica que convierte al ser humano en una hormiga es el motor principal de la acción, un argumento absurdo que trenza las acciones de un sinfín de desconocidos y condiciona la vida de todos ellos, tal como la vida misma. El (también incompetente) servicio secreto, que ve puestos en evidencia algunos de sus archivos, contempla asombrado ese choque entre ratas de laboratorio sin saber qué decisiones tomar.
En esa maraña de casualidades y enredos patéticos, los Coen dotan de una idiotez sublime a cada uno de sus personajes. Pero no los condena, como si se hubieran enamorado de todos ellos. Parecen sublimar la idiotez como motor último y primario de nuestra forma de vida caótica, casual y causal, en la que sin ella no nos atreveríamos a trenzar las relaciones que establecemos ni las acciones que decidimos realizar.
Y tampoco caricaturizan a ciertos estratos sociales, como parecen querer decir en ese matrimonio rico que se detesta mutuamente. La caricatura, si acaso lo es, se extiende al mundo entero, pues todos quedamos reflejados de una u otra forma.
Nadie se quiere a si mismo en esta historia, y en ese odio a sí mismo, en ese cúmulo de insatisfacciones y frustraciones, en esas infidelidades que se manifiestan como algo acostumbrado, en esas ansias de encontrar una vida más interesante o conseguir un cuerpo más esbelto, reside ese motor de la ‘idiotez’ que hace que todos persigan un mismo objetivo, que no es otro que una felicidad en sus vidas que no llega, y en la que sus decisiones cada vez los alejan más de conseguirla.
La fotografía naturalista de Lubezki vuelve a asombrar. Su planteamiento estético de luces y sombras, aún lejos del maestro Roger Deakins en el anterior trabajo de los hermanos Coen, conforma una obra lúcida y hermosa. Nadie mejor para fotografiar esos exteriores, esa luz natural que se filtra tras cada árbol y en cada habitación.
Carter Burwell deja su impronta musical en una banda sonora que se centra en repetir los mismos temas centrales una y otra vez, y confrontarlos e hilvanarlos tal como se van enrevesando las vidas de los personajes. Su estilo aquí, fiel a sí mismo, parece querer acercarse al estilo del Philip Glass de la última década para retratar de la misma manera la cualidad de inevitable destino funesto del relato que acompaña.
De entre todas las estrellas que conforman esta historia coral, Brad Pitt sobresale como actor cómico entre todos ellos. La sobreactuación, cercana al histrionismo, que los directores siempre han exigido a todos quienes trabajan con ellos, le sienta muy bien al personaje que encarna (y al actor), y la perfecta ejecución de quien conoce la película y la misión de su personaje supone uno de los mayores alicientes de la película.
Clooney y McDormand también brillan con luz propia, intentando matizar levemente su condición de idiotas irremediables y transportando a sus personajes a un realismo que queda difuminado por un argumento marciano e inconcebible.
Tras haber realizado una de sus obras maestras, ‘No es país para viejos’, los Coen vuelven a lo que mejor saben hacer, esta vez con un lenguaje mucho más accesible y con muchas de sus aristas narrativas pulidas hasta el extremo. ‘Quemar después de leer’ es una de sus historias menos pretenciosas, uno de sus planteamientos más sencillos, y sin embargo es una de sus películas más lúcidas, más abierta y permeable que ninguna otra y mucho más accesible para el gran público.