Synecdoche, New York (Charlie Kaufman, 2008)

Synecdoche

Charlie Kaufman ya demostró su asombrosa imaginería visual, su capacidad para escribir obras cinematográficas de gran calado, profundas y originales, y su control absoluto del arte de la escritura. Algunos de sus guiones, brillantemente dirigidos por sus compañeros de proyectos, forman parte importante de la cultura cinematográfica de las dos últimas décadas.

 

Ahora se atreve también a dirigir su propia historia, y lo hace con la que sea su obra más ambiciosa, profunda y densa. Su mensaje epopéyico sobre la muerte, a modo de gran ensayo filosófico, entretejido por su acostumbrada estructura fragmentada y caótica y su surrealismo tan integrado en la acción que se reconoce como cotidiano, conforma uno de los argumentos más arriesgados y brillantes de los últimos años.

 

Consciente de la propia complejidad de su estructura, de la densidad del discurso y del peso dramático de sus propuestas, Kaufman dirige con sobriedad, sin ninguna exhibición tras la cámara ni elecciones arriesgadas en la planificación. Una dirección sutil e invisible que se limita a retratar lo mejor posible el guión y a extraer notables interpretaciones de sus actores del colosal reparto.

 

No hay que engañarse y obviar las inmensas trampas de su juego narrativo. En Kaufman la construcción inverosímil y pretenciosa es una realidad aplastante que delimita toda su obra a una parcela de irrealidad de la que resulta difícil despojarse. Sin embargo sus fallas intelectuales no son suficientes para impedir el poder sumergirse en su mundo caótico, ordenadamente desestructurado, y maravillarse con sus aciertos.

 

Se trata pues de un cine puro e irreductible pero también de un cine de extrema independencia, un cine que se sabe único pero que también es consciente de que su soledad se debe a que es consciente de su propia ingenuidad creativa y narrativa, de su gusto por la exhibición literaria y la constante vanidad de su propuesta.

 

Kaufman deposita en Philip Seymour Hoffman todas sus obsesiones, portadas por un personaje apesadumbrado y solitario que no encuentra la felicidad en su mundo real y trata, mediante una mastodóntica producción teatral, conformar un mundo a su medida donde las cosas resulten tal y como él las imagina.

 

Según el mundo teatral se vuelve tan grande, desbordante y complejo como el mundo real, ambas realidades se confunden y entretejen, ambas imperfecciones se complementan entre sí y construyen un nuevo y único universo donde conviven conjuntamente ficción y vida real para mayor frustración de su creador.

 

Demolida la torre de Babel del dios creador que se siente incapaz de construir un mundo perfecto, éste camina frustrado por las ruinas de su propia obra, en una brillante y demoledora reflexión sobre la muerte y el estado de las cosas, cargada de pesimismo pero envuelta en una profundidad poética que resalta las cualidades épicas del relato y sus descomunales pretensiones.

 

Al final el éxito del discurso es conseguido sólo a medias, pues las aspiraciones desmesuradas de su creador y su intención literaria exhibicionista echan por tierra muchos de sus descubrimientos y éxitos narrativos. El éxito en cuanto a realizar una obra única, capaz de abarcar el mundo, de gran calado y consecuente con la época en que ha sido gestada, sí es absoluto.