¿Es Cisne negro la mejor película de Darren Aronofsky? Sería difícil mejorar una película igual de libre y viva como lo era La fuente de la vida, o repetir la escandalosa verborrea visual de Réquiem por un sueño. Aronofsky ha tocado tantos temas y se ha reinventado a sí mismo tantas veces que decidir su mejor película quizás sea un debate estéril.
De lo que sí puede hablarse es de la culminación de un cierto cine con el que Aronofsky ya comenzó a trabajar en su anterior película. Podría decirse que Cisne negro es, en cierto modo, la perfección del trabajo que articulaba El luchador, desde su discurso hasta su puesta en escena, pasando por todos los elementos artísticos imaginables.
Desde luego en su argumento se dan cita la competencia desleal, los celos, los sacrificios inhumanos y todos los tópicos posibles alrededor del mundo del ballet, pero sobre todas las cosas, y a un nivel más profundo, Cisne negro habla del valor de la eterna superación personal, de vencer los miedos o de ser absorbido por ellos.
Se trata, en el fondo, del discurso buscado por Aronofsky en esta su nueva etapa cinéfila, de la que se sirve de elementos tradicionales y de procedimientos clásicos para contar esa historia de superación, ya sea a través de la figura deforme y castigada de un luchador profesional o de la bailarina estilizada y perfeccionista. En el fondo no dejamos de encontrarnos frente a la misma historia cuando el luchador salta hacia el vacío para tratar de encontrarse a sí mismo que cuando la bailarina se deja caer al foso para rendirse finalmente a sus temores.
El director siempre se ha movido entre la narración épica, la imaginería bizarra y las historias puramente personales. Cisne negro es la culminación de un cierto estilo, de la búsqueda de un lenguaje propio en la realización de un cine popular.
La película no podría comenzar de una mejor manera, acercándose casi a la Fantasia original de Walt Disney, imagen sin palabras, música sin explicaciones. Una sinfonía visual que anuncia la fábula retorcida que va a ocurrir a continuación.
Todo lo demás, es Natalie Portman. Ella y su acostumbrada languidez se las ingenian para componer, en cada plano, el personaje complejo y bello que la filmografía de Aronofsky ha buscado con tanto empeño a lo largo de los años: una persona a punto de quebrarse, física y emocionalmente, capaz sin embargo de hacer las cosas más hermosas posibles con sus manos.
Natalie Portman y la música, porque lo que hace Clint Mansell puede parecer sencillo, pero no lo es en absoluto. Ofrece a primera vista la equívoca impresión de componer simples variaciones en torno al Lago de los cisnes, el ballet que prepara la compañía de la protagonista, pero la capacidad del músico para fusionar ese mundo sonoro con el universo tenebroso que se desarrolla en la mente de la bailarina resulta prodigiosa.
La elección de una obra como el Lago de los cisnes de Tchaikovsky no se corresponde con el tópico propio de la ignorancia, como también pudiera parecer, sino porque la ficción busca constantemente esos tópicos para luego retorcerlos, para desmitificarlos, para poder filmar lo inaprensible.
Cisne negro no es una obra maestra, y su búsqueda consciente de encontrar la perfección estética y narrativa consigue en realidad que la película esté llena de fisuras. No es tampoco la película con mejor dirección de su autor, ni tampoco con el mejor guión de su filmografía. Sin embargo en ella puede celebrarse la consagración de un autor que encuentra por fin la mejor manera de contar ciertas historias sin renunciar del todo a sí mismo y a su propia visión del mundo. Una visión tenebrosa y asustadiza de la vida, enamorada al mismo tiempo de sus prodigios.