El primer Predator fue una rara avis del cine comercial en los años ochenta. A caballo entre la serie B y la superproducción, entre la ciencia-ficción y el thriller, con una inaudita dosis de intriga y acción a partes iguales, se trataba de un producto compuesto por una delicada mezcla de elementos.
Si obviamos su fallida secuela, que situaba la acción en una gran ciudad de manera desastrosa, y los dos Alien vs. Predator, cuyo único aliciente era la unión misma de ambas sagas, no ha habido ningún producto a la altura de aquella primera parte.
Esta vez los elementos encajan precisamente porque se ciñen a la primera entrega, olvidando a sus predecesoras y regresando a la jungla. En el fondo, tanto la fórmula de Alien como la de Predator funcionan por sí mismas, y basta seguir unos pocos parámetros para que la película discurra sola.
Es lo que consigue Antal con el proyecto, bajo la perceptible mano de Robert Rodríguez en la producción, que sigue pensando que sus ideas adolescentes acerca del factor sorpresa en el cine lo convierten en un autor inteligente. Por suerte, el trabajo de puesta en escena de su director tiene bastante más consistencia y seriedad que el de los filmes de Rodríguez.
El argumento es, esta vez, más caprichoso que nunca: los depredadores secuestran y colocan en una selva a algunos de los mejores soldados de la humanidad, con el objetivo de obtener una caza gloriosa. Esta vuelta de tuerca, más propia de un videojuego que de un guión serio, permite ofrecer todo el espectro del cine de acción, desde un Yakuza hasta una francotiradora de élite.
Y en el ojo del huracán, un Adrien Brody tan inverosímil en su papel que ni siquiera esa constante exhibición de mal carácter compensa el que se tome siempre en serio a su personaje, en una película que demanda unas gotas de humor para dejar asomar sus verdaderas intenciones: las del puro y desenfadado entretenimiento.
Posiblemente el mejor acierto de la cinta haya sido la decisión de respetar el score original de Alan Silvestri (firmado aquí por John Debney, que suma una más a su colección de intervenciones intrascendentes), una música que servía como conductora de la tensión, de la intriga, del peligro y de la acción desenfrenada de la película original, y que ayudaba a ilustrar el misterio que envolvía el trasfondo original del alienígena, a fin de cuentas, el auténtico motor de toda la propuesta.
Antal desde luego no firma una obra maestra, ya impedía algo así su propio material de partida. Sin embargo, bienvenida la inesperada sorpresa. El hecho de descubrir cómo la producción de serie B que menos prometía, de la media docena de secuelas en estos veinte años, es la única que consiguió acercarse tanto al original como para poder desprenderse de él con éxito.