Tamara Jenkins es una autora que pertenece al cine social americano de ‘autor’, cuyo mayor exponente (y amigo de la directora) lo encarna Alexander Payne.
Bajo todos los factores que configuran un filme de Payne (personajes marginales, situaciones personales difíciles, a menudo patéticas, y la chirriante persecución del hiperrealismo y el costumbrismo unificados en la tradición americana), Tamara Jenkins firma un guión displicente y aletargado, no teme detenerse en exceso en los dos fantásticos personajes que es capaz de crear, dos hermanos con personalidades fuertes y definidos perfectamente en un contexto dramático que está siempre a punto de sobrepasarlos.
Con ese regalo literario, Laura Linney y Philip Seymour Hoffman encarnan con una gran maestría, cada uno a su manera, a los dos maravillosos personajes. Excesivos en sus interpretaciones descomunales, devorando a aquellos con quienes comparten escena, acaban también fagocitando el propio argumento de la película, pues resultan más interesantes sus portentosas creaciones que la historia de la que son protagonistas.
El costumbrismo de Tamara Jenkins no funciona. Agolpa las pequeñas historias que va tejiendo, que comienzan a hacer cola para ser resueltas y terminan acumuladas en un sinfín soporífero que agota al espectador. Lo que podría resolverse en noventa ágiles minutos termina convertido aquí en una película de más de dos horas.
Y ese no es su mayor problema. El problema es que Jenkins pretende despedir en todo momento cierto olor a inteligencia en su película. Quiere que todas sus escenas, en particular las que abusan del silencio, demuestren su inteligencia y habilidad como cineasta, cayendo así en el peor pecado posible para un autor. Lo alarmante es que cierto sector del público comparte ese gusto por el efectismo y cae en la trampa de la directora. Es también el espectador el que se cree más inteligente al visionar la película de una autora que quiere ser más de lo que es.
En definitiva, ‘