*La verdad de Soraya M. se estrena en España dos años después de haber ganado el premio del público en los festivales de Toronto y Los Ángeles.
Basada en el libro de Freidoune Sahebjam, un periodista francés que graba el testimonio de la mujer de una aldea iraní, acerca de una conspiración entre los altos cargos de la aldea para deshacerse de una esposa por pura conveniencia, La verdad de Soraya M. tiene todos los ingredientes para convertirse en una película de sobremesa.
Construida sobre hechos reales, fuertemente centrada en el universo femenino, incapaz de condensar su acción (tarda casi veinte minutos en arrancar), sustentada por la ingenua insistencia de conseguir el plano bonito, se trata sin embargo de una película narrada con buen pulso, con cierta contención y con un gran control en su clímax central, la secuencia de la lapidación, la piedra angular sobre la que gira el relato.
Ante la injusticia de lo ocurrido y el silencio cómplice de su pueblo, la mujer, Zahra, encontrará en el periodista la esperanza para hacer oír su voz más allá de su frontera y contar lo ocurrido en forma de justicia divina.
Es muy de agradecer que la película evite el gastado estereotipo del hombre como villano absoluto, tan común en este tipo de producciones. La verdad de Soraya M. muestra que hay hombres tan malos como buenos, que hay tan culpables como inocentes, y señala con el dedo a la cultura y la tradición como verdaderas culpables de que el hombre actúe a su antojo y que la figura de la mujer resulte tan maltratada.
Cyrus Nowarsteh olvida, como si estuviera rodando en realidad un documental, que la sola narración de los hechos no construye por sí sola una película. Y olvida al mismo tiempo, que sus ínfulas de autor en un film como éste dinamitan su contenido. ¿Qué hace, si no, ese circo ambulante apareciendo en el momento crítico de la lapidación?
El hecho de que el filme conduzca a un solo lugar, que tenga una sola lectura, plana y previsible, es el mayor punto flojo de una historia en la que sólo puede hablarse de corrección, en todos los sentidos.
En cuanto la película defiende un claro punto de vista y deja de limitarse a contar los acontecimientos, como hacía en su comienzo, la historia deja de ser interesante y abandona su espíritu a los límites del documental televisivo.
Pero que nadie se lleve a engaño: el espíritu de la película, que clama justicia, y el deseo de difundir su mensaje a toda costa pueden hacer pensar en el clásico film de buenas intenciones y bajo presupuesto que hay que defender.
El todopoderoso John Debney en la banda sonora, repleta de lugares comunes, Joel Ransom como fotógrafo, la participaciónn de Mpower Distribution y la presencia de Jim Caviezel hacen pensar quizás en cine independiente, pero nunca en un filme sin medios.
Basta en pensar cómo pudo rodarse la secuencia más dura e intensa de toda la película, con imágenes en alta velocidad y un montaje que exhibe ángulos imposibles para comprender del todo de qué clase de artefacto estamos siendo testigos.
Desgraciadamente, el olor a panfleto aleccionador le gana la partida, por insistente y evidente, a los buenos momentos de la cinta y a la lograda intensidad de su relato. En la maestra interpretación de Shrohreh Aghdashloo, conocida por el gran público por su trabajo en Casa de arena y niebla, se encuentran finalmente los únicos momentos de la película que contienen algo de verdad.
Pues ésta es también la magia del cine, asistir a cómo un relato lleno de verdad y de espíritu sincero acaba convertido en un artefacto efectista gracias a la mirada de quien nos la cuenta.