Como si se tratara de un joven director de orquesta frente a una gran sinfonía, el primer filme de Roser Aguilar está condicionado enormemente por el deseo de que todo esté controlado y resulte correcto antes que la exhibición de virtuosismo, los alardes técnicos, el énfasis en ciertos pasajes, los contrastes de intensidad o el ir en una búsqueda más allá de la superficie del relato.
Con esa corrección como herramienta principal que lo condiciona todo, lo convencional toma la película al asalto en todos sus aspectos, desde la historia primigenia hasta el resultado final.
Sin embargo, para quien sepa acceder a ese juego de convencionalismos, la película presenta muchas virtudes que se la juegan en lo pequeño y en lo sencillo. Gracias a esa sencillez, a esa corrección formal, muchos otros detalles saltan a la luz y revelan una hermosa cinta llena de imperceptibles aciertos. Esa sencillez termina convertida en su mejor virtud al conseguir plenamente el contar una historia verdaderamente humana.
La historia que plantea, una joven que pretende sacrificarse por su pareja y donar uno de sus órganos ante la enfermedad de él, presenta en realidad un gran número de decisiones valientes que aportan una gran frescura a este cine de relatos sencillos, no una vuelta de tuerca sino simplemente nuevas vías para el reciclaje de cierto tipo de películas que empezaban a acusar ya cierta apatía argumental.
La película no se queda en la moralina fácil y busca un desarrollo realista en sus personajes, criaturas que sufren y viven presas del tiempo que les ha tocado vivir. Marian Álvarez hace una maravillosa creación de su personaje en una actuación gloriosa, llena de matices, fuerte y decidida, y el resto del plantel actoral se sitúa a la altura en los contados momentos en que Marian les delega el protagonismo.
Hermosa la fotografía de Isaac Vila, tomando en ciertas escenas decisiones arriesgadas, como ocurre en la oscurecida y brillante escena final, que parece radiografiar las emociones de los personajes y sus estados anímicos en ese ocaso que trasciende a la propia estética y que conforma una de las mejores secuencias del filme. No tan acertado resulta Jens Neuimaer en su labor musical, pues plantea una música jovial y desenfadada incluso en los pasajes más dramáticos. El único resultado es conseguir con ello un distanciamiento de la historia por parte del espectador, y no la presumible intención de evitar dramaturgias gratuitas o exacerbadas.
‘Lo mejor de mi’ no sólo es un fresco ejemplo de cine honesto y sin pretensiones grandiosas, fresco también por estar rodado en una Barcelona viva y mágica, brillante y lúcida. Aunque a veces peque de ingenua, de poco pretenciosa, la película es, además, el primer esbozo creativo de una nueva escuela de autores que comienzan a abrirse paso en la cinematografía del país. Por eso, su valor como símbolo fílmico es tan grande y valioso como las hermosas y vitales decisiones de los personajes del propio filme.