Como si de la auténtica Atlántida se tratara, la Sección Oficial del Festival Internacional de Las Palmas de Gran Canaria se ha encargado durante los últimos trece años, en una misión heroica digna del propio Hércules, de traer a un reino olvidado los tesoros ocultos del mundo y descubrirlos para sus gentes, amantes de lo diferente, de lo atrevido y acostumbradas a convivir junto al impulso creativo.
Si el Festival está inteligentemente arropado por retrospectivas paralelas que hacen las delicias de aquellos aficionados que se acercan de manera fugaz para paladear la experiencia, la Sección Oficial es el verdadero corazón del certamen, allí donde existe un riesgo y una apuesta clara que no es otra que la de tomarle el pulso al mejor cine contemporáneo, aquel que es ingobernable, innovador, sugerente y, por qué no admitirlo, no del todo accesible.
El calidoscopio cultural, artístico e internacional de las películas a concurso (Alemania era el único país que hacía doblete de entre las quince cintas seleccionadas) convertía la experiencia global de esta fiesta del cine en una enriquecedora visión de conjunto de aquellos caminos que toma el lenguaje cinematográfico de la actualidad más allá de nuestras fronteras.
En esa pluralidad de géneros y estilos, las películas que conformaban los dos extremos de la propuesta eran, cuando menos, sorprendentes, en tanto que se alejaban del tono general del Festival por diversos motivos. The Loneliest Planet, de Julia Loktev, era la película de más clara vocación comercial, en la que el homenaje al cine de Gus Van Sant resultaba evidente en una directora empeñada en demostrar unas discutibles pretensiones que escapaban a lo que su filme era capaz de albergar realmente. La cinta terminó llevándose la Lady Harimaguada de Oro y también el premio a la Mejor Actriz. Una propuesta mucho más interesante, llena de madurez y capaz de respirar una ternura conmovedora, era la Nana de Valérie Massadian, con las mismas ganas de demostrar sus capacidades autorales pero con menor vanidad.
Y si The Loneliest Planet era con diferencia el título más accesible del certamen, Ensayo final para utopía, de Andrés Duque, era todo lo contrario. De imágenes impenetrables, más cercano al video-arte que al cine convencional, el filme suponía un diario personal inclasificable que comenzaba en Mozambique como parte de un documental y terminaba con el regreso a casa ante la enfermedad del padre de su autor. Lo experimental ha sido siempre el terreno del Festival, que acoge con un abrazo a las propuestas más arriesgadas como parte de la aventura creativa que supone su existencia, y su presencia no se quedaba en la cinta de Andrés Duque. Two years at sea, de Ben Rivers, venía a traducir con hermosas imágenes en blanco y negro la poética indescifrable de una vida solitaria en lo más profundo del bosque.
Sip’Ohi, el lugar del Manduré, pertenecía también a la vertiente más arriesgada y menos accesible dela Sección Oficial. Inmerso en la aventura de rescatar la cultura de la tribu Wichi, en Argentina, Sebastián Lingiardi concebía una pieza sorprendente, a medio camino entre la leyenda y el documental, entre la mera recopilación de cuentos tradicionales y el ensayo cinematográfico. Optimismo ante el descubrimiento de esa capacidad del cine de embalsamar una cultura en peligro de extinción, a punto de desaparecer. Y si Sip’Ohi traducía en poesía ese optimismo, Malaventura venía a contar la historia más pesimista jamás relatada, si se quiere continuar con ese juego de lo legendario. El filme de Michel Lipkes se sumergía en la negrura más profunda de un relato sin esperanza, con una impronta visual muy poderosa y que mostraba con crueldad a su solitario protagonista la imposibilidad de redención en el complejo presente.
La contundente cinta mexicana bien podría haber merecido el Premio a Mejor Nuevo Director, que recayó sin embargo en Eduardo Roy Jr., el autor de Baby Factory, película que transitaba entre la visión documental de uno de los hospitales con mayor número de alumbramientos diarios y la ficción que se desarrolla en torno al lugar y a los pacientes y enfermeros que lo transitan. Hospital, enfermedad, sanidad pública, temas recurrentes en un Festival que inevitablemente se sumerge en la realidad social de lo contemporáneo. No sólo Baby Factory se servía del tema para construir su ficción. Best intentions, la cinta rumana de Adrian Sitaru, jugaba con los puntos de vista y las idiosincrasias del paciente que se empeña en asumir más conocimiento que su propio médico. El humor que respiraba el filme supuso el único punto de fuga de la Sección, a la vez que su juego de cámaras/puntos de vista era una de las propuestas formales más sugerentes.
Stopped on Track, de Andreas Dresen, exploraba también la enfermedad a partir de un cáncer terminal, que supuso el reconocimiento al Mejor Actor. Home for the Weekend, del reconocido Hans-Christian Schmid, era la otra cinta alemana a concurso. Una reunión familiar en la que confluyen importantes momentos vitales de todos sus miembros, tenía en cambio mejores intenciones que resultados. Mae e Filha, de Petrus Cariry, enfocaba el encuentro familiar como una fábula. La familia como evocación poética de un espacio para la memoria, que permita el encuentro entre los muertos y los vivos. La coproducción Amnesty, de Bujar Alimani, centraba el contexto familiar en torno a la Albania del presente, marcada por la tragedia.
Tabu, el melodrama de Miguel Gomes convertido en artefacto formal y combinando con astucia el romance apasionado con un accesible planteamiento de no pocas virtudes cinematográficas, obtuvo la Lady Harimaguada de Plata y, al mismo tiempo, el Premio del Público del Festival, un éxito que venía auspiciado y anunciado por su triunfo en el pasado Festival de Berlín. Zoológico, de Rodrigo Marín, introducía la adolescencia como poderoso motivo para filmar el descorazonador y desorientado momento decisivo de cambio, con una película que terminaba resultando del todo inofensiva. Y completando la sección a concurso, Egg and Stone obtuvo el Premio Especial del Jurado y vino a rellenar el anhelado hueco de un cine oriental que acostumbramos a ver por estas latitudes en proporciones más generosas durante su etapa de explosión autoral y creativa.
La entrega de premios del Festival resultó ciertamente anodina, en tanto que reflejaba muy pobremente las aspiraciones artísticas, arriesgadas e innovadoras de un certamen cuya cuidada selección de películas a concurso apuesta siempre por el cine de verdad, el ingobernable, el punto de partida que pueda dar pie, quizás, al mayor de los descubrimientos artísticos, o tal vez sólo el apunte, el esbozo, la pincelada genial, alejada de todas las convenciones de un cine adocenado. Para todos nosotros, la sola existencia de un milagro como el Festival de Las Palmas de Gran Canaria ya supone por sí mismo todo un triunfo.