El nuevo trabajo de Marc Forster, adaptación de la novela homónima de Khaled Hosseini que termina absorbida por la imaginería característica en la obra del director, podría definirse con una sola palabra: Descompensación.
Descompensación en la forma de rodar, en la que el flashback de la niñez, que ocupa los primeros veinte minutos de cinta, está rodado con pura magia, pura épica, auténtica belleza pictórica en cada fotograma, además del aliciente que supone la maravillosa escena de los duelos entre cometas. Esa genialidad inspiradora pronto se diluye, perdida en una narración plana e insulsa que acompaña al resto de metraje.
Descompensación del ritmo, pues las escenas infantiles, en especial la de las cometas, planteada como una secuencia de acción, acelera el ritmo a pasos agigantados para luego hacernos ver el suntuoso letargo que suponen el resto de escenas. Tanto es así, tan conscientes son de la superioridad de la primera parte de la película, que se hace necesaria la inclusión de un torpe flashback al comienzo que haga prevalecer la historia del protagonista cuando ya es adulto sobre la de su infancia.
Descompensación en el montaje. Hay escenas que duran más de lo deseable, y otras escenas que aparecen simplemente como planos apuntados en unos pocos segundos, y por lo tanto la confusión al tratar de sopesar el ritmo de la película es muy grande. Finalmente la duración se torna excesiva en un filme que parece alargar lo más posible su disperso argumento y que termina por querer atar todos sus cabos en los diez últimos minutos.
Descompensación en el guión, pues a pesar de contar con un buen material de partida, éste es aprovechado sólo en ciertas partes de la historia. Otros momentos, una vez traspasados a la pantalla, resultan tan poco creíbles como el vestido de camuflaje del protagonista, y quedan como pistas repartidas a lo largo de la cinta para que la resolución de la historia cobre cierto sentido.
Descompensación de las intenciones, al reconocer una aparente y acertada sencillez en la primera mitad de película, con su historia infantil (muy del gusto del director, lugar donde se maneja magistralmente) y unas hermosas pinceladas acerca del racismo, la amistad… para luego decaer en una recreación pretenciosa del Afganistán actual y de su situación política, y pretende tocar tantos temas, tantas situaciones, que acaba perdida en un mar de argumentos secundarios que no la conducen a la resolución de la historia sino que la alargan inútilmente.
Y descompensación también de la música, pues una partitura perfecta como la genial obra de Alberto Iglesias sobresale incluso por encima del poder de las imágenes. Uno de los mejores trabajos en el terreno de la banda sonora en los últimos años y que supone con seguridad el mayor aliciente de la película, la que le otorga todo su peso dramático, el elemento con el que el espectador se queda finalizada la película, y el que ayuda a desdibujar un tanto los defectos del filme.
Y no es que Marc Forster firme con ésta una mala película, nada más lejos de la realidad. La notoria descompensación de la película se hace latente porque el espectador sabe reconocer en ella un gran potencial y una belleza escondida que parece no florecer nunca. Gran culpa de ello la tienen esos primeros veinte minutos, filmados con gran hermosura, con un gran tacto, donde el director pone toda su habilidad poética y convierte cada fotograma en una maravillosa obra donde los colores, el encuadre y la increíble música terminen por crear un apasionante mundo cinematográfico. Es por eso por lo que el convencional resto de la película haga que ésta quede, finalmente, descompensada.