Tenía que ocurrir. Debía regresar. Después de cinco años de silencio, la isla de La Palma volvía a acoger su festival de cine, un evento que hasta ahora había servido como punto de encuentro y de relación para los cineastas de las Islas Canarias y que, en el desolador panorama cultural que dejó tras de sí la crisis económica, había dejado huérfanos a una generación de nuevos autores que en los últimos años han otorgado al cine hecho en el archipiélago de una nueva identidad.
El Festivalito nunca fue una cita cinematográfica convencional. A pesar de haber programado proyecciones de los últimos trabajos de Roberto Pérez Toledo, Victor Moreno, David Sainz (que estrenaba su segundo largometraje, Entertainment), Rafael Navarro, José Ángel Alayón o el propio José Victor Fuentes, director del festival, esa especial semana en la isla nunca ha consistido en el repaso a las películas reseñables del año anterior, sino en un sistema de creación in situ a través del que unir a cineastas, actores, equipo artístico y técnicos en la arriesgada empresa de planificar un cortometraje durante esos días.
Con “Ave Fénix” como lema, y con un máximo de cinco minutos de duración, el Festivalito sentaba las bases de un concurso que también pretendía hablar de la propia condición del festival: un resurgir desde el que continuar ofreciendo un punto de encuentro vital para los cineastas canarios. Como decía uno de los doscientos setenta participantes del certamen: “Aunque el panorama del cine en Canarias aún sea poco optimista, encuentros como este nos permiten seguir soñando con hacer películas”.
Cuando la organización daba muestras de sentirse abrumada ante la incapacidad de gestionar un volumen de trabajo tan grande con tan pocos efectivos, se reflejaba la sensación de que la nueva edición del festival deseaba celebrarse a toda costa, aunque el presupuesto planteado no fuese suficiente para programarlo en unas ciertas condiciones. La labor titánica de los organizadores disfrazó esas carencias. Podían entreverse algunas costuras, pero después de todo el Festivalito continuaba vivo. Y el resultado de la semana no fueron pequeños detalles organizativos, sino ochenta y tres cortometrajes que no sólo servían para tomar el pulso al talento creativo del panorama canario, sino que también suponían el símbolo de la especial colaboración entre los participantes durante aquella semana.
Más allá del chiste filmado o del mensaje espiritual, tónicas imperantes en los trabajos presentados, había ciertas piezas a concurso que, aún cumpliendo con el acercamiento al lema del festival, trascendían los límites del certamen por su indudable identidad propia y su poder comunicativo. Todo tiene su hora, el drama romántico codirigido por Marine Discazeaux y Óscar Santamaría, se llevó el premio del público gracias al impacto que generaba la carga trágica de su relato, aprovechando el marco que propiciaba el concierto ofrecido por Juan Luis Guerra durante aquella misma semana. Habría que ver si el entusiasmo inmediato de esta impecable película resiste el paso del tiempo como parece que lo hará Ave feliz, la pieza que proponía el cineasta Victor Moreno y que conquistó al jurado del evento. Una obra que hablaba desde la honestidad y desde el particular punto de vista observacional del director, con el humor y la crítica social como elementos convocados, conjugados de manera inteligente.
Otro cortometraje destacable lo firmaba José Medina, del que podría trazarse una sugerente filmografía a través de su particular mirada hacia las perversiones que han generado las nuevas tecnologías. Medianoche era un pequeño relato asentado en base a los nuevos hábitos que plantean las relaciones online, no sin ciertas dosis de emotividad. El equipo de Onirica Belina, con el propio José Medina a la cabeza, entregaba a su vez un desenfadado cortometraje que resumía la semana del equipo en La Palma a través de una selección de momentos divertidos acontecidos durante la convivencia. Posiblemente Rupert’s House tenga más de pequeña broma que de obra cinematográfica, pero lo cierto es que son unos minutos que resumen bien lo que significa el espíritu del Festivalito, allí donde cine y amistad se dan la mano para generar, al tiempo, una provocadora dimensión creativa y una hermosa experiencia humana.
Las obras de Jairo López o David Pantaleón, fundamentadas en la idea de La Palma como espacio onírico, convirtiendo el lugar también en protagonista, eran otras obras estimables. Mientras Jairo López intentaba buscar a Rossellini a través de los escenarios naturales de la isla, David Pantaleón buscaba el origen del mito, o quizás un nuevo principio para la humanidad donde el escenario postapocalíptico pudiera ser también un lugar hermoso, alejado de la visión catastrofista convencional y con el espacio para el absurdo que ha habitado siempre su cine.
La dificultad de enunciar una crónica en torno al Festivalito estriba en que, quizá, el gran valor del certamen tiene que ver con el mundo de relaciones que se establecen entre los participantes, la posibilidad de crear, de crecer y de arriesgarse juntos. La posibilidad de crear nuevos lazos creativos. En ese tesoro de lo intangible reside la gran apuesta del festival. Reconforta comprobar que, cinco años después, ese tesoro no sólo sigue intacto sino que aún respira bajo la promesa de continuar creciendo.