Tenemos que hablar (David Serrano, 2016)

Tenemos que hablar (David Serrano, 2016)

Tenemos que hablar empieza con un personaje tomando atajos, tentando a los de su alrededor para que también los tomen, y termina con el mismo personaje tomando un nuevo atajo. Una especie de resumen, quizá accidental, de que en el fondo nada va a cambiar. La película se abre con los orígenes de la crisis económica y se cierra con el encuentro entre dos enamorados, pero las decisiones de Jorge, el protagonista, no difieren demasiado las unas de las otras: tomar siempre el camino más fácil, la ley del mínimo esfuerzo. Quizás ocurra así porque, para una cierta forma de vida, demostrar que uno ha sido el más listo del lugar es la única forma de triunfo.

Para poder regresar en la última escena a esa misma actitud oportunista del comienzo, Jorge ha tenido que pasar un calvario entre medias. Desmoronada su vida, el joven subsiste alrededor de sus propias ruinas junto a su fiel escudero. El Quijote, la comedia de enredo, el sentido del oportunismo… Tenemos que hablar parece un conjuro involuntario de todo lo que, para bien o para mal, otorga identidad a España como capital del esperpento. Y esa amalgama de elementos culturales convocados recuerda, amargamente, que la cultura de la picaresca también tuvo su papel en esta crisis de valores que precedió a la financiera.

Tenemos que hablar (David Serrano, 2016)

En ocasiones pareciera que Jorge va a destapar la farsa, como si siguiera la corriente a todos los otros personajes que le mienten continuamente pero en el fondo supiera la verdad. Lo que queda finalmente no es la sensación de que Jorge sea un ingenuo, ni que el pacto que haya que establecer con la película en torno a la credibilidad tal vez sea insostenible, sino que en el fondo Jorge no quiere conocer la verdad. No quiere despertarse de este nuevo sueño de mentiras porque ha pasado demasiado tiempo impregnado de realidad.

Quizás por ello la colisión que genera la película intensifica el sentido de su género: una comedia romántica como solución a un mundo real imposible de asumir, un continuo mirar hacia otro lado o, si se quiere, mirar siempre hacia delante para no tener que mirar… No deja de ser irónico: si el prólogo advierte que la vida en forma de comedia condujo a un modelo social del todo irresponsable, la película lucha para desdecirse y poder demostrar que el humor aún tiene cierto sentido. Puede que por la necesidad de ese huir hacia cualquier parte su extraña, trastabillada e improbable conclusión sea el mayor acto romántico posible; puede que por ello todo termine teñido de melancolía. No es la primera vez que los personajes de David Serrano salen huyendo como acto poético final. En cierto sentido, todas sus películas tienen el encanto de lo inacabado. A Jorge y a Nuria los podrían interrumpir con facilidad un segundo más tarde, pero la película también decide terminar, desaparecer, y quedarse contemplando la sonrisa de Michelle Jenner. Quizás porque sea una película ingenua que, sin quererlo, hable de nuestra inmovilidad absoluta en este tiempo oscuro. O quizás porque a ese tiempo oscuro sólo se le pueda combatir con una sonrisa.