Macbeth (Justin Kurzel, 2015)

Macbeth de Justin Kurzel, 2015

Antes de hablar de Macbeth conviene hablar de estética. Justin Kurzel toma el texto de William Shakespeare para convertir el material en experiencia visual, pero vale la pena examinar en qué consiste esa experiencia para entender qué está ocurriendo realmente: colores intensos, arrebatados, cámaras lentas nítidas y preciosistas, recalcados efectos sonoros y pasión por el plano detalle imposible. ¿Es esta la sublimación estética del siglo XXI, o es sólo un resultado de todos los vicios en el mundo audiovisual del presente?

La sombra de Nicolas Winding Refn en los cineastas jóvenes es alargada y su influencia se intuye sísmica, pero sus planteamientos radicales no han nacido de la nada: son la culminación de un hondo proceso de reflexión y perversión del cine que admira. Es importante no pasar ese hecho por alto, pues se trata del motivo por el que Macbeth está demasiado próxima a Valhalla Rising (Nicolas Winding Refn, 2009) e infinitamente alejada de Trono de sangre (Akira Kurosawa, 1957). Es decir, apegada a un camino sin retorno y lejos del discurso universal que en realidad persigue. O, si se prefiere más vulgarmente, está tan lejos de Shakespeare como cerca está de un anuncio publicitario.

Macbeth de Justin Kurzel, 2015

El gran tesoro de la cinta no parece ser ese, sino la calidad actoral de sus papeles principales y la manera en que se propone una espectacular colisión entre el despliegue de él (Fassbender) y la contención de ella (Cotillard). Pero Kurzel parece olvidarlo y anteponer los recursos en donde puede lucir el trabajo con la cámara antes que el de sus actores, como si hubiese una dialéctica entre los tres en lugar de una armonía en su trabajo juntos para ver cuál de ellos impone su talento.

Por eso existe un velo en la película, una barrera que impide sacar a la luz las verdaderas virtudes del filme en favor de una estética prediseñada y en ocasiones incomunicante. Pero Kurzel confía en que aferrarse al ideal artístico del momento le ahorra plantearse el sentido de sus formas. Por eso conviene poner en duda los fundamentos estéticos de una sociedad que confunde los límites que ofrecen sus últimos adelantos tecnológicos con una supuesta sublimación expresiva. Todo lo contrario: una película en apariencia construida sobre la excelencia estética y sobre la belleza plástica puede terminar resultando fea.