Las mil y una noches (Miguel Gomes, 2015)

Las mil y una noches (Miguel Gomes)

¿Cuántos relatos harían falta para explicar la crisis europea? No sólo para hablar de su origen, sino también del paisaje que se generó a partir de ella. Miguel Gomes parece buscar una analogía entre Las mil y una noches y el devenir europeo para invitar a una relectura de los cuentos o, más exactamente, utilizar una historia de amor y magia para poder hablar con ironía sobre una historia de miseria.

La excusa es perfecta para que Gomes mantenga el estilo fracturado de sus ficciones, ese con el que se permite un continuo ir y venir, iniciar el relato y huir cuando siente que decae, avanzar a pasos cortos o transformar ideas simples en las partes de un puzzle que parece armarse caprichosamente. El resultado no podría ser más sugerente, porque la espontaneidad de las imágenes invitan a sentir que el realizador está creando (y pensando) en tiempo real, abrumado y espoleado al mismo tiempo ante las posibilidades de la historia, el alcance de las músicas con las que juega y los prismas casi infinitos desde los que puede observar los acontecimientos.

El autor anula toda pretensión, o al menos trata de mitigarla, poniéndose a sí mismo y a sus dudas en escena. La película comienza con él como protagonista huyendo de su propio equipo de rodaje hasta que el filme va tomando su forma episódica definitiva. El deseo de trascender a través de una obra descomunal, capaz de explicar en buena medida el devenir del presente desde el idioma de un cuento, queda contrastado a partir de los miedos e inseguridades del autor puestos también en escena. Quizás sea una de los elementos más hermosos de la película: contemplar que el propio cineasta se siente tan pequeño ante lo que quiere contar.

Las mil y una noches (Miguel Gomes)

No tiene sentido pensar en los tres volúmenes que conforman la obra como si se tratara de tres películas distintas sino pensar en ella como una sola, con infinitas y hermosas digresiones, llena de infinitas y hermosas repeticiones que dialogan entre sí unas con otras; seis horas para contar mil y una historias. No podría hablarse por ello de altibajos sino simplemente de climas distintos, de registros diferentes que se van sucediendo de forma en apariencia deslavazada, desde la historia de la propia Scheherazade hasta la de un gallo como protagonista, los crudos retratos de pobreza, el adulterio representado a través de tres niños o un juicio lleno de fantasía que trata de explicar, en una sola secuencia y en tono fantástico, el origen y los efectos colaterales de la crisis mundial.

No es de extrañar que el último tramo del tercer volumen pueda hacerse cuesta arriba: las historias de fantasía desaparecen y toma el relevo, finalmente, la observación a un grupo de pajareros en donde el tiempo parece haberse detenido. Tiene un hermoso sentido, en tanto que Gomes termina hablando de Portugal más allá de la crisis económica y también más allá del tiempo, tratando de buscar su esencia y la identidad de su pueblo. El tiempo se detiene pero también la película logra quitarse todas sus máscaras, hallar el corazón del país al que, durante seis largas horas, la cámara ha estado intentando explicar desde la fantasía. Como si se tratara de uno de los genios del propio relato, allí donde cualquier otro cineasta hubiese visto un defecto en aquel espacio suspendido, Miguel Gomes convierte ese encuentro en una virtud.