Isla bonita (Fernando Colomo, 2015)

Isla bonita (Fernando Colomo, 2015)

La primera escena ya es una declaración de intenciones. El diálogo no fluye, se atasca, y no es difícil descubrir que esa conversación entre amigos, cotidiana y embarullada, viene a poner de relieve que en el fondo la vida filmada nos resulta extraña, como si hubiésemos aceptado de manera irrevocable que la ficción ha de discurrir a través de la literatura elaborada y del gesto perfecto. En cierto sentido, ver nuestra propia vida en la pantalla puede doler porque podemos contemplar su imperfección.

Lo que hace Fernando Colomo en esta película, bonito manifiesto de que otro cine es posible, no es si no devolverle a esa «imperfección» toda la belleza de su carácter único, irrepetible. Es inevitable pensar en Eric Rohmer al ver Isla bonita por su carácter naturalista, su apariencia improvisada su disposición casi teatral, su relación entre hombre y naturaleza y también por la afinidad de una generación cercana a la del cineasta francés (¿se acercaría hoy en día al cine de Rohmer un autor de edad inferior a la treintena…? ), pero también por encontrar en la película el rastro de esa tradición cinematográfica apasionada por la idea de la huella incendiaria, de recoger el gesto irrepetible que el mundo ofrecía ante la cámara.

Isla bonita (Fernando Colomo, 2015)

Por tanto lo más bonito de la película no son sus tramas convencionales ni tampoco su amable discurrir, sino esa sensación de plenitud que recorren sus escenas, esa hermosa y enérgica sensación de espontaneidad. El propio Colomo, colocado él mismo en el interior de la película como uno de los actores principales, termina por hacerlo explícito en el epílogo cuando su personaje empieza a filmar un documental y ruega que no se hagan ensayos para conservar una cierta naturalidad. Es un cine pequeño e intrascendente que a través de esos bonitos fundamentos en la manera de filmar se revela valiente y hermoso.

Y en ese sentido se podría hablar de Olivia Delcán como uno de esos descubrimientos que da el cine, una joven intérprete convertida en promesa. Pero es que el descubrimiento de esta película es el propio Fernando Colomo, porque con este pequeño proyecto nace un nuevo cineasta preocupado por otro tipo de cuestiones; uno más libre, más espontáneo, menos asustado por cometer errores, uno enamorado por los errores a través de los que se filtre la vida y, en última instancia, un cineasta mucho más inspirador.